os confinaron en primavera, fue una reclusión dura por inesperada, después llegó la desescalada y el verano se esfumó sin muchas alegrías para quienes apenas nos movimos. Fuimos en orden haciendo las cosas, obedientes. En aquel momento asumimos unas rutinas, las que nos impusieron, pero nos armamos de coraje pensando que el virus pasaría de largo con el calor y que todo el esfuerzo merecía la pena, que la situación no iba a prolongarse tanto. Pero llegó la segunda ola. Al principio no nos la creíamos del todo (sobre todo entre agosto y septiembre) y albergábamos cierta esperanza de que controlaríamos el virus entre rastreos y denuncias. Hemos arrancado noviembre y, si bien las cifras parecen contenerse, la fatiga mental de la ciudadanía y el cansancio moral entre muchos sectores profesionales, por no hablar de cierta amargura, son mucho mayores. No solo por el panorama sanitario y económico, sino también por el vacío social -sobre todo entre la gente que vive sola- y la psicosis diaria. Para psicólogos estamos. Y por si fuera poco a ese estado anímico se suma que las normas son cambiantes, muchas veces nada claras y difíciles de retener. Cada día hay nuevos protocolos, horarios y restricciones en diferentes territorios y con diferentes plazos. La red de teatros que pide al Gobierno foral flexibilidad en aforos y horarios insinúa que el 4 de noviembre puede haber más cierres en Navarra. Y la gente habla de confinamiento domiciliario porque los políticos se van guardando ases en la manga. ¿No les parece que nos vuelven locos? Con ser muy grave que nos fiscalicen y vigilen la vida privada, lo peor es no saber hacia dónde vamos.