a soledad es una de las secuelas asociadas a la pandemia. No es que en estos meses haya crecido el número de personas que viven sin ningún tipo de compañía, que también, sino que incluso entre quienes han elegido ese modo de vida se ha instalado la sensación de abandono, de no tener a alguien cerca, de que nadie toque a tu puerta, de no recibir una llamada, de no disfrutar de un encuentro cara a cara con el que aliviar esa pesada carga de horas y de días. Resulta chocante hablar de soledad en este mundo con hipervínculos, con ventanas en forma de pantalla en las que poder asomarte a observar lo que pasa (lo que les pasa a los otros), con una tecnología que rompe las distancias (las físicas, que no las emocionales), con redes sociales en las que hacerse presente e interactuar. Dicho esto, nada de lo anterior mitiga la angustia de estar solo; es más, el confinamiento lleva esa soledad incluso a los hogares familiares en los que cada uno de sus miembros se cobija en un rincón de la casa con su móvil, tablet u ordenador. ¿Podemos hablar de microsoledades? Buscando un refugio sólido donde no penetre el coronavirus, vamos a terminar aislándonos del resto de personas, si no lo estamos ya.