or fin hemos mandado a tomar por el saco a 2020, año maldito donde los haya. Y lo hemos hecho casi en soledad, en casa con la familia, con tranquilidad y responsabilidad, impertérritos ante esta nueva normalidad que se ha cobrado 1,8 millones de muertes entre los 84 millones de contagiados en todo el mundo. Con poco jolgorio, mucho recogimiento y toda la esperanza del mundo en que la recién llegada vacuna suponga la derrota definitiva del virus allá por la época estival. También hemos estrenado año temerosos y expectantes ante las nuevas restricciones que -según todos los indicios- se avecinan en esta enésima ola cuya gravedad es preocupante. Sin bajar la guardia, pero añorando la algarabía habitual de estas fechas y con la ilusión de volver a salir a compartir alegría y jarana y dejar atrás esas desoladoras imágenes de las calles vacías a horas y en fechas en las que deberían estar rebosantes de felicidad y ahora sólo son escenario del silencio. El nuevo año debería dar carpetazo a la incertidumbre y sacarnos definitivamente del infierno. Arranca mucho peor que el pasado, pero todos tenemos la convicción de que terminará mucho mejor. Es la gran esperanza.