a pasado un año ya de pandemia, estado de alarma, toque de queda y de cambios en el modo de vida cotidiano en el que estábamos instalados. Tengo la sensación de que hemos entrado en una época de cambios profundos. En un tiempo nuevo que aún está emergiendo. Un inicio. No sé si será una evolución a mejor o una involución a peor. De momento, estamos mejor que en marzo de 2020. El coronavirus irrumpió de forma descontrolada cuando ni siquiera sabíamos qué suponía su expansión ni menos aún qué consecuencias iba a dejar tras de sí. Hoy sabemos lo suficiente para al menos ser más eficaces en las medidas para paliar sus consecuencias humanas y sanitarias. Las vacunas están demostrando ser eficientes y las expectativas son evidentemente mejores. Doce meses que han dejado dolor y sufrimiento personal y familiar, pérdida de convivencia social, incertidumbre laboral y un amplio abanico de dudas sobre el futuro inmediato. Y aunque han vuelto a sacar a la luz los colores de lo peor y de los peores de un sistema en el que el egoísmo trata de acapararlo todo, también han mostrado la fortaleza de lo común, la capacidad de nuestros servicios públicos tanto de salud, atención social, educación y otras prestaciones esenciales para responder a una crisis como la desatada por el coronavirus. Y hacerlo con parámetros distintos a 2008 y 2011. Basta pensar qué habría sucedido en una sociedad como la navarra si todo ese enorme esfuerzo público no hubiera existido. Es uno de los grandes valores de esta experiencia, la necesidad de salvaguardar la protección colectiva y la solidaridad social. También la capacidad de respuesta de la mayoría de la sociedad en un complicado espacio de restricciones y limitación de libertades y derechos. Sin renunciar a la crítica, no somos una sociedad adocenada, gremial y acrítica, y es cierto que ha habido errores en la gestión y en la toma de decisiones -algunos posiblemente inevitables, otros claramente evitables-, el balance en esos aspectos es más positivo que negativo. Queda seguir avanzando sin perder de vista esa idea común del interés general. Ahí está buena parte del futuro que está en juego hoy. Esto es, mirar y hablar con los jóvenes. Han sido víctimas importantes también. Y no secundarias. La amenaza sanitaria les ha afectado menos, pero las otras amenazas que la pandemia ha puesto sobre la mesa de la sociedad les han conmocionado más directa y profundamente. En una época en que la vida llega a nuevas puertas que abren espacios a vivencias distintas se las han encontrado cerradas. Más dudas y más incógnitas sobre un futuro que tras años de crisis económica cada vez les aparece más gris y tedioso, con las oportunidades reducidas, con una incomprensión creciente y las alargadas sombras de un mercado de trabajo precario y excluyente. Debiéramos prestar una atención prioritaria a esas nuevas generaciones, a sus inquietudes, necesidades, demandas y desilusiones.