A Salman Rushdie el ayatolá Jomeini, entonces líder absoluto de Irán, le condenó a muerte en una proclama –fetua–, que le calificaba de blasfemo por su obra Los versos satánicos. Tenía 42 años y el escritor indo-británico ni siquiera era un autor conocido internacionalmente. Su vida ya nunca pudo ser la misma. Desde entonces, la pena de muerte a la que le condenó el fanatismo religioso –en este caso islamista, pero esa visión terrenal y exaltada de las religiones no ha sido ni es exclusiva del islam–, le ha perseguido como una sombra imposible de quitarse de encima. Una mala vida de angustia permanente, como el mismo ha reconocido en varias ocasiones, que sin embargo decidió vivir sin miedo. Y hace apenas cuatro días, la sentencia estuvo a punto de ejecutarse tras sufrir un ataque durante una conferencia en la localidad de Chautauqua (Nueva York). Ha salido vivo de su intento de asesinato, pero el hecho es también una recordatorio de la persecución que libertad de expresión sufre en todo el mundo. Escritores, científicos, académicos, educadores y periodistas viven bajo la amenaza constante. La prohibición de libros y de medios de comunicación es una cosntante desde el mismo invento de la imprenta y sigue viviendo tiempos de desasoiego. La lista de autores amenazados, prohibidos, encarcelados, denunciados o asesinados es cada año más interminable. El ataque a Salman Rushdie ha vuelto a poner en primera línea la defensa de la libertad de expresión. Es un derecho fundamental, reconocido por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que avala que todas las personas tienen derecho a la libertad de opinión y de pensamiento y a no ser perseguidas por ejercerlas. Pero sólo tiene sentido si se entiende como parte del conjunto de esos derechos humanos. Que haya sido la libertad de expresión el objetivo de otro ataque fanático –el goteo, por ejemplo, de periodistas asesinados se cuenta por centenares cada año–, no puede obviar que el fanatismo religioso y otros modelos de totalitarismo político, económico, mafioso, étnico... campan por el mundo acumulando miles de víctimas y violaciones sistemáticas de los derechos que conforman la Declaración Universal. Ese compendio de derechos fundamentales de las personas es un logro irrenunciable que se debe defender en toda circunstancia. Su valor como modelo humano de convivencia está en el respeto de todos y cada uno. Sin peros, sin excusas, sin hipocresías, sin según cómo y dónde. Desgraciadamente, no todos los políticos, periodistas o analistas que se han puesto en primera fila ahora en la denuncia del ataque a Rushdie lo creen así. Ante ataques contra esa misma libertad de expresión que persigue a Rushdie –y a otros como el italiano Roberto Saviano, amenazado desde 2006 por la Camorra italiana y muchos menos conocidos públicamente–, provenientes de los poderosos intereses políticos, económico o geoestratégicos Occidentales, en la UE o en EEUU, la tendencia es mirar hacia otro lado. Cuando no, directamente, se respalda internacionalmente a países y dictaduras religiosas, supremacistas o políticas pese a que es pública y conocida su falta de respeto a los Derechos Humanos. Desgraciadamente, Rushdie no es un caso excepcional. De hecho, cada vez es menos excepcional.