hace 25 años, el 3 de abril de 1994, se podía contemplar en Roma a un Papa Juan Pablo II triste. Era domingo de Resurrección pero acababa de fallecer Jérôme Lejeune, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y a quien el propio papa había designado como presidente de la nueva Academia Pontificia de Medicina.

¿Por qué Juan Pablo II lo apreciaba tanto? Motivos no le faltaban. Desde sus inicios como investigador Lejeune se interesó por el síndrome de Down, un trastorno cuyo origen era un auténtico misterio. Algunos lo asociaban a la sífilis; otros culpaban a las madres. Pero a Lejeune no le asustaba el reto. Guiado por su director de tesis, Raymond Turpin, descubrió que los dermatoglifos, las configuraciones de los surcos de la piel en las manos, eran diferentes en las personas con síndrome de Down si se los comparaban con el resto de la población. Esto le estimuló a pensar que no se encontraba tan lejos de descubrir el auténtico origen. Tras un trabajo colaborativo en el que también participó la investigadora Marthe Gautier, Jerôme por fin consiguió contar un cromosoma de más en el cariotipo de un individuo con síndrome de Down. Este hallazgo coronaba su carrera. Con solo treinta y un años había descubierto el primer trastorno con un origen genético.

Los premios no tardaron en llegar: en Estados Unidos el de la Fundación Kennedy, en Francia el premio ESSEC, la medalla de plata del CNRS y el Jean Toy de la Academia de Ciencias, en España el doctorado Honoris Causa por la Universidad de Navarra.

Con motivo de otro galardón, el William Allan Memorial Award, Lejeune se había dado cuenta de que la mayoría de los médicos que participaban en la ceremonia le admiraban porque gracias a su descubrimiento podían practicar la amniocentesis, es decir, la extracción de tejido del feto para determinar si una persona presenta trisomía (esta técnica está conduciendo en algunos países a la práctica desaparición de las personas Down). Lejeune entonces aprovechó para pronunciar estas palabras: “La naturaleza del ser humano está contenida tras la concepción en el mensaje cromosómico, lo que le diferencia de un mono o de un pato. Ya no se añade nada. El aborto mata al feto o embrión, y ese feto o embrión, se diga lo que se diga, es humano”. Poco después se expresó de manera similar ante la ONU. Y continuó defendiendo la causa provida en todo el mundo (algunos opinan que posiblemente no recibió el Premio Nobel por este motivo).

A Lejeune incluso le llegaron a agredir. Durante una conferencia que impartió en la Mutualité, un centro parisino destinado a charlas, congresos y meetings políticos, unos asaltantes entraron con barras de hierro y pegaron a bastantes personas, entre las que se hallaban disminuidos psíquicos y ancianos. Jérôme y su mujer, que le acompañó aquella vez, salieron ilesos, a excepción de algunos tomates que le tiraron al cuerpo y un trozo de carne de buey a la cara. Arrojaron hasta menudillos al mismo tiempo que gritaban que los fetos no eran más que trozos de carne.

En otras ocasiones le insultaban. Pero Lejeune no perdía la compostura. Desarmaba a sus rivales con su tranquilidad y valentía a la hora de exponer sus ideas. Y no se lo tomaba como algo personal: “no combato contra las personas sino contra las falsas ideas”. Tampoco faltaron pintadas en las calles: “Lejeune es un asesino”, “Muerte a Lejeune y a sus pequeños monstruos”.

Jérôme Lejeune también jugó un papel decisivo durante la Guerra Fría. Su viaje a Moscú, en medio de una crisis nuclear sin precedentes, probablemente evitó una catástrofe. Junto con otros dos científicos que le acompañaron en el viaje, le explicaron al presidente soviético Brézhnev un cúmulo de datos sobre los efectos que podría acarrear una guerra nuclear y así lograron pacificar la situación internacional.

También cabe destacar la gran humanidad del genetista galo; como médico atendió a más de ocho mil personas con síndrome de Down, a los que trataba como a sus hijos. Se sabía el nombre de todos y a muchos de sus padres les hacía recuperar la dignidad perdida. Su hijo no era un monstruo, era un regalo, un hijo amado de Dios como lo somos todos los demás (llegaba a atenderles por teléfono incluso por la noche).

Como legado nos dejó la Maison Tom Pouce, que asiste a mujeres embarazadas o madres con un bebé de pocos meses, y la Fondation Lejeune, centrada en investigación genética y en la atención de personas afectadas por el síndrome de Down o por una enfermedad genética de la inteligencia. Tal vez algún día sea su patrono, pues la causa para su beatificación avanza lenta pero satisfactoriamente.

El autor es profesor de la Universidad Pública de Navarra