La derecha española hierve penosamente en tan abrumadoras y esperpénticas asonadas que, a su lado, no se puede vivir sin mantener cerrados los ojos y sin taparse los oídos. Sus inquietantes descalificaciones e insultos son algo con lo que la ética no debe transigir. Y es que la derecha es a la democracia lo que el cuerpo al alma: un incordio. Hacen oposición con la arrogancia de quien amaga una cruenta ballestería y la insensibilidad rígida de los demócratas poco convencidos, que antaño no lo fueron y todavía hoy no están arrepentidos de no haberlo sido. Y eso suponiendo que ahora lo sean, que es mucho suponer.

En los últimos años, la derecha se ha caracterizado no solo por perder la moderación y radicalizarse siguiendo el peligroso derrotero de Vox, sino que además está incorporando a la política voceros, cuya única aportación es el argumento ad hominem, esto es, insultos y mentiras que vierten sin pestañear contra el adversario político. Y es que la derecha no ha puesto demasiado empeño en abandonar la retórica totalitaria, pues practica un pensamiento único, imperativo e intransigente que sigue sonando a soflama de origen ultraconservador y nacionalcatólico. Su problema es que un partido que no vive el presente lo que vive, en realidad, es su anacronismo.

Ya no se hace política como antaño. Los cánones modernos de la estética y la ética política son demasiado tolerantes con el uso pródigo de la posverdad, cuyo punto álgido y más vergonzante es la sistemática manipulación política de las víctimas del terrorismo etarra y la desidia con que tratan a las víctimas del franquismo. Hace falta, sin duda, más verdad, arrojada con el vigor necesario, para esclarecer los recovecos más recónditos de la falsedad. Y es que la derecha, en concreto la navarra, parece hallar una extraña y siniestra satisfacción en tergiversar la realidad y recrearla a su antojo. Inventa extrañas e inverosímiles versiones de los hechos, aludiendo a misteriosos y sombríos pactos entre bastidores, todo menos decir la verdad. Llamar la atención en París es muy difícil, como le pasó a Baudelaire que salió un día adornado con las flores del mal y nadie se fijó en él, pero en Navarra es muy sencillo. Basta con que se te asocie con la sigla EH Bildu y rápidamente eres confinado por la derecha, que no oculta su domiciliación en el asilo del maniqueísmo, en el más inhóspito de los avernos. ¿Es necesario saber la verdad y actuar en consecuencia o, como dicen los franceses, laissez faire, laissez passer? Yo me apunto a lo primero, pese a algunos personajes de sainete recién comulgados, de esos que van dejando una estela de rosarios y avemarías mientras no cesan de pecar, mintiendo a la ciudadanía. En fin, en esta latitud del envite, de vistosos muletazos a impresionantes astados y de ricas paellas, chuletones y buen vino, el laissez faire, laissez passer no es de recibo.

Aún no superada la metáfora pasoliniana de una tierra sin esperanza, para la derecha solo parece quedar la euforia liberal, financiera y privatizadora, que reparte el dinero por arriba, es decir, entre la people gold, en un éxtasis capitalista nunca visto. Como consecuencia amenaza el desánimo, una desesperanza remota y enmohecida que aflige y erosiona a los que han sido señalados como desfavorecidos. Es el desaliento cotidiano y perspicuo de los que han sido excluidos de la cesta de la compra, del empleo y hasta de su chamizo hipotecado. Y es que no solo hay poetas malditos, también hay ciudadanos malditos. Me refiero a ese incómodo e ingente guarismo de personas que han sido derrotadas por una sociedad cruelmente injusta. Mientras la derecha tricéfala pretende dotarnos de una absurda libertad que consiente a los pobres dormir en la calle y morirse de hambre, las formaciones progresistas tratan de transformar en algo socialmente justo la nada que el capitalismo vende. Y, en consecuencia, se coaliga formando gobiernos progresistas, como es el caso de Navarra. Vamos que si san Agustín asegura que el Reino de los Cielos puede ser asaltado por la gente de bien, no veo inconveniente alguno en asediar nuestra injusta sociedad, en favorecer las reivindicaciones de los desfavorecidos y en esclarecer todo aquello que ha sido desvirtuado por la derecha que pretendía sumar, dando arriesgado cobijo a la extrema derecha. Pese a la derecha airada, sigo teniendo la convicción de que este país es progresista, uno de los más carmesí de Europa. Y aunque no hayamos hecho una revolución tan dispuesta y cargada de literatura como la francesa, o una conmoción tan épica y dostoievskiana como la rusa, tenemos las hormonas, el talante, la temperatura y el clima popular suficiente para afrontar un gobierno progresista y con éxito. Navarra ha dado ejemplo de ello. Esa es la única esperanza que nos queda frente a esa derecha, que se afana con denuedo en dividir a los ciudadanos en gente de bien y gente de mal, cuando, en realidad, sólo hay quienes tienen rabia porque han perdido el poder, y quienes comen de su hambre y se cobijan con su propia piel, pues la minoría desayuna con diamantes.

El autor es médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE