Siento dentro de mí la explosión de dolor, pero al mismo tiempo de indignación por la sentencia del Tribunal Supremo, y rebajada, a los jóvenes de Altsasu. Es verdad que no soy juez, sino mujer que ha parido varones, los ha dirigido y educado en el principio de sus vidas con el trabajo responsable que tal asunto exige, y que me hace sensible al mismo en los que me rodean, y que no soy letrada sino bibliotecaria que ha leído, catalogado y clasificado la Carta de la Declaración de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, la de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa y el Fuero de Bizkaia, carta magna de Derechos Humanos europeos anterior a ellas.

Me detengo en el artículo 19º de la Declaración de Naciones Unidas que habla de la libertad de expresión, más fiable para mí que la Ley Mordaza... “Toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión, este derecho incluye la libertad de mantener opiniones sin interferencia, y de buscar, recibir y difundir información e ideas a través de cualquier medio de comunicación e independientemente de las fronteras”. En ella apoyo mi desconsuelo por la desproporcionada sentencia que, reconociendo que no hubo terrorismo ni discriminación ni abuso de superioridad, condena a años de cárcel a unos jóvenes que ya llevan años en prisión preventiva y cuya única falta reconocida fue que en una medianoche de fiestas de su pueblo se enredaron en una pelea donde no hubo heridos que lamentar. Ni los policías a los que se enfrentaron exhibían uniforme.

Lloro por los años de aislamiento de estos jóvenes, porque calibro el inmenso problema que puede surgir en sus personalidades, secuestrados de su juventud, en el desgaste de los segundos, los minutos, las horas y los días y años, apartados de un mundo que avanza, de un pueblo variante, sus condiciones de vida, de su familia que a más de recorrer camino para verlos apenas pueden calmar su desazón. Porque una madre o un padre que ve a sus hijos tras una reja se enfrenta a un problema grave de comunicación: la carencia de intimidad. Si los progenitores supieran que sus hijos han incurrido en tan grave falta no darían la cara en su protesta, ni lo haría el alcalde su pueblo, ni tan siquiera el pueblo que, no solo en Nabarra, se echa a la calle para reclamar la injusticia a que estamos sometidos. Porque cuando las campanas doblan a muerto por la falta de libertad de alguien o de algunos, doblan por cada uno de nosotros.

Somos víctimas de una exageración judicial férrea en el caso de los jóvenes de Altsasu, pero benigna en otros casos a lo largo y ancho del Estado español. Con estupor contemplo el discurso del prior del valle de los Caídos ante la acción judicial de retirar la momia de un dictador de donde nunca debió estar, y las maniobras que la prensa deja traslucir de cómo, ante la reticencia orquestada de un grupo de fascistas, se debe conducir la operación de traslado. Ese prior es escándalo gravoso para una orden como la Benedictina, que tiene todo mi reconocimiento, entre otras cosas porque fueron los primeros bibliotecarios de la Europa cristiana, y para una humanidad que basa su creencia evangélica en el perdón y reconciliación. Es más reo de cualquier acción judicial y penal que unos jóvenes que cayeron en la provocación de una noche de fiestas. El prior habla desde su ideología política no cristiana, y desde el miedo a perder un cómodo modo de vida. Creo, además, que el nieto de esa momia maligna, con su provocación a la Guardia Civil de hace unos meses y su conducción temeraria, merece un castigo ejemplarizante. Precisamente por ser familia de un hombre que se levantó en armas desde África contra el régimen legal de la 2ª República y que durante 40 años gobernó de mala manera y cruentamente un estado donde no hubo derechos ni libertades, y que al morir dejo rica a la tercera generación. Por no hablar del almuerzo del renacido Tejero, que rompe las reglas de comportamiento social respetable en un lugar público. O la expectativa que pesa sobre nosotros del juicio catalán.

Esta justicia que nos vienen a imponer es difícil de aceptar. La retratan ciega, pero no la considero invidente. La realizan hombres y mujeres sometidos a influencias ideológicas e históricas, a presiones políticas, a condicionamientos familiares y sociales... a la preocupación de que Nabarra esté girando a donde no debe desde su concepción centralista y unitaria de Estado, y aplicando lo que en España es una lacra desde hace siglos: el manual de la Santa Inquisición. Ya no hay hogueras ardiendo en las plazas, pero sigue manteniéndose aquello que en el argot popular se menciona como palo duro y tente tieso.

Me indigno por este severo retroceso democrático. Por esta falta absoluta de compasión, empatía y civismo a la que estamos sometidos, por las veleidades de políticos a los que elegimos, y de jueces a los que no elegimos y en eso reside quizá la gravedad del asunto. A la incapacidad de todos ellos de buscar soluciones de una tercera vía donde la política y la justicia resulten como un favorecer de los problemas humanos, no su linchamiento.

La autora es bibliotecaria y escritora