El estado de continua beligerancia que existe en algunas áreas geográficas de Oriente Próximo requiere una profunda reflexión, especialmente en el marco de los debates políticos y populares sobre la invasión de Europa por parte de personas que huyen de la guerra.

Si bien es cierto que no todos los migrantes proceden de un Estado en guerra, el comportamiento diplomático y político de EEUU -en primer lugar- y de Europa no solo está sentando las bases de una nueva dinámica migratoria, sino que demuestra nuevamente las incoherencias de un sistema democrático en crisis, sobre todo en el terreno político.

Desde la Guerra Fría (1945-1989), es una práctica habitual dejar a su suerte a países comprometidos con la política exterior de EEUU. Es justo lo que ocurrió en Vietnam del Sur tras la derrota estadounidense frente al norte comunista; y en Iraq, después de la guerra de 1990-1991, cuando no se mantuvo la promesa de liberar a kurdos y chiitas de la dictadura de Saddam Hussein y se creó la zona de exclusión aérea, que no impidió al régimen masacrar a ambos grupos insurgentes.

Durante la última semana, el avance de los militares de EEUU desde el Kurdistán sirio ha dado carta blanca a la Turquía de Erdogan para intervenir militarmente contra las fuerzas del YPG y ahora contra los sirios de Bashar el-Asad. Este comportamiento no solo es perjudicial por los motivos que han llevado a las fuerzas extranjeras al conflicto sirio, la derrota del Estado Islámico: fuerzas paramilitares islamistas están luchando del lado turco contra aquellos kurdos que les derrotaron previamente. Esto afecta negativamente a la estabilización de una zona que solo ha conocido guerra y destrucción en los últimos ocho años.

La práctica de los países occidentales de intervenir militarmente en un lugar y después abandonarlo, provocando el colapso de las instituciones y deficiencias de seguridad, se remonta al pasado colonial. En la fase final del colonialismo británico en India y Palestina, Gran Bretaña abandonó a ambos países después de provocar su fragmentación nacional y religiosa, con las consecuentes guerras y divisiones (1947-1948). Con todo, en los libros de historia rara vez se menciona su responsabilidad.

En 2003, EEUU y Gran Bretaña se marcharon de Iraq sin explicar de forma válida para el derecho internacional los motivos de su invasión -ya se había demostrado que el argumento de la presencia de armas de destrucción masiva era falso-. Su paso supuso la destrución del sistema de seguridad iraquí y causó la muerte de al menos 250.000 civiles en los años siguientes por acciones terroristas.

El único Estado árabe que tras la Primavera Árabe de 2011 persiste en la vía democrática es Túnez, si bien continúa preso de la pobreza, el subdesarrollo y un escaso PIB per cápita, 3.500 $. Así, la ausencia de estados democráticos en Oriente Medio supone un escollo para el desarrollo de la región, pero no es el único obstáculo: también existe una gran incoherencia en la política exterior de Occidente.

Desde el final de la Guerra Fría (1989) hasta nuestros días, algunos países de Europa del Este (como Hungría, Eslovaquia y Bulgaria) continúan recibiendo fondos de Bruselas, a pesar de que tienen políticas antieuropeas y soberanistas. Frente a esto, Túnez padece dificultades económicas a pesar de sus esfuerzos políticos por permanecer en la vía democrática desde hace casi una década.

Este escenario pone en peligro el futuro de la Unión Europea: ni es capaz de integrar del mismo modo a todos los países que la conforman, ni más allá de sus fronteras puede ofrecer ayuda a los que se esfuerzan por cambiar su pasado.

La falta de capacidad de mantener el pacto estadounidense con Irán -rechazado por Trump- muestra la ausencia total de una mínima ética política e institucional. Esta falta de moralidad está destruyendo totalmente la confianza en el sistema democrático.

Las narrativas árabes e islámicas (Ali Shariati, Yusuf al-Qaradawi, etcétera) ya identificaban que el Estado democrático históricamente se relacionaba con falta de coherencia y con superioridad moral.

Al término de la Primera Guerra Mundial (1918), el presidente democrático W. Wilson proponía como decimocuarto objetivo la creación de un Estado kurdo en el Este de Turquía, pero no se consiguió que ningún otro país vencedor en el conflicto lo apoyase.

A su vez, el Informe King-Crane para el Oriente Próximo (1919), elaborado tras la derrota de los otomanos (1918) para comprender las dinámicas del conflicto tras la capitulación de Estambul, indentificó que el colonialismo franco-británico, así como la política londinense de incrementar la presencia judía en Tierra Santa, dificultaba la convivencia en lugares interreligiosos y multiétnicos.

Los resultados de dicho informe no se tuvieron en cuenta en ninguno de los artículos del presidente Wilson. Hoy en día, después de una centuria, Oriente Próximo continúa estando lejos de disfrutar de estabilidad política.

El autor es investigador del Instituto Cultura y Sociedad. Universidad de Navarra