l principio de la pandemia los errores políticos en la toma de decisiones eran, de alguna manera, entendibles. Se trataba de una situación nueva (al menos en el último siglo) y parar la economía (lo que pedían los virólogos) era algo inimaginable.

Hasta ahora, las crisis económicas surgían por problemas en la demanda, por burbujas financieras que estallaban y mandaban al paro a millones de inocentes, por la destrucción de medios productivos debido a guerras o a catástrofes naturales, por desastres ecológicos que provocaban crisis energéticas. Pero la senda de una crisis provocada a propósito por un gobierno, sabiendo sus consecuencias, no quería ser inaugurada por nadie. Eso podía ser comprensible. ¿Y si era peor el remedio que la enfermedad?

Finalmente hubo que tomar medidas, en muchos casos muy contundentes, dado que, como las y los expertos habían augurado, si no se contenía el virus antes habría que hacerlo después y con peores consecuencias, no sólo sanitarias sino también sociales y económicas. Venga, vale, nos hemos equivocado, pero al menos hemos aprendido la lección. O eso pensábamos.

Pero resulta que vino la segunda ola (perfectamente prevista) y luego la tercera (también anunciada previamente) y la falta de medidas lo suficientemente eficaces siguió siendo la norma. Cerramos por aquí, pero abrimos todo en verano; se cierra otro poco por allá pero luego se vuelve a abrir para las fiestas. Y ahora ya no cabe la excusa del desconocimiento. Sabemos lo que va a pasar si se abre la mano antes de que se produzca una vacunación masiva que todavía está lejos de completarse: colapso sanitario, aumento de muertes, tanto por la enfermedad como por los problemas en la sanidad; secuelas indeseables para una parte de la población infectada. Y finalmente llegan las medidas que no queríamos aplicar, pero más tiempo, o más contundentes, con sus consiguientes efectos en la economía; medidas que de haber sido tomadas antes habrían ahorrado consecuencias que ya no tienen vuelta atrás. Y vuelta a empezar. Los diferentes países del mundo, las distintas comunidades autónomas nos lo han enseñado.

Y digo yo, si con una emergencia cuyas consecuencias indeseables conocemos, porque las hemos vivido hace unos meses, no somos capaces de actuar con la presteza necesaria, ¿qué pasa con las medidas, también urgentísimas, que deberíamos tomar para intentar reducir el cambio climático? ¿Quién va a hacer algo si el impacto que va a tener en nuestras sociedades aún no se refleja en toda su extensión y todavía tardará unos años (aunque para entonces la situación ya será irreversible)?

También las y los expertos nos avisan de que si no se empieza a actuar de forma contundente en los próximos años (pero ya, esta década es la última oportunidad tras haber desaprovechado la ocasión de avanzar en décadas pasadas), las consecuencias van a ser terribles para una buena parte de la población. Lo sabemos, nos lo han contado, está consensuado por la comunidad científica: las ciudades costeras se inundarán, los cultivos tendrán que migrar, aumentará la desertificación; también los fenómenos atmosféricos extremos (sí, incluidas las olas de frío), disminuirán los recursos hídricos; puede que tenga efectos también en futuras pandemias. Y todo esto tendrá un claro reflejo en esa economía que tratamos de proteger.

Si la ciudadanía de los países ricos no estamos dispuestos a cambiar nuestro consumo, reduciéndolo a lo realmente necesario y cambiándolo por bienes y servicios que no consuman energías fósiles; si no apostamos por medios de transporte no contaminantes; si no nos esforzamos lo suficiente por desligar nuestro bienestar de la compra de bienes innecesarios producidos a miles de kilómetros; si no descarbonizamos el ocio. Si no nos informamos sobre el tema, nos unimos a otras personas que estén ya en estas luchas y exigimos medidas a nuestras autoridades. Si las empresas no cambian su modelo energético, no buscan negocios que no se basen en la cantidad, sino en la calidad; si no reducen de forma importante los residuos que generan. Si los gobiernos no están por la labor de propiciar, liderar y cofinanciar estos esfuerzos dentro de los plazos en que las acciones puedan incidir en el futuro. ¿Qué va a ser de nuestra civilización? Porque aquí sólo habrá una ola, no existirá la posibilidad de recapacitar cuando las consecuencias se hagan patentes. Entonces ya será tarde.

Todavía estamos a tiempo, la situación es de emergencia, pero aún se puede actuar para minimizar las consecuencias.

Esta crisis puede ser la oportunidad de que, con los recursos que se van a emplear para salir de ella, con los cambios que habrá que realizar, se haga algo serio. O podemos seguir con cambios tímidos que tendrán resultados igualmente tímidos, insuficientes.

¿Qué esperamos para ponernos a ello? ¿Colaboramos en frenar el cambio climático? ¿Empezamos a poner en marcha los cambios en los que podemos tomar parte; a exigir a nuestros gobiernos, a las empresas, actuaciones serias e inmediatas? ¿Lo hacemos? ¿Le ponemos remedio?

La autora es economista