levo tiempo expresando las dudas que me generan partes sustanciales del texto de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia, aprobada en el Congreso el 17 de diciembre, con 198 votos a favor y 138 en contra, y que ahora nos corresponde debatir y mejorar en el Senado.

Esas dudas comienzan por el título de la ley que elude el suicidio asistido aunque se trata de una de las prácticas clínicas que regula. Eutanasia y suicidio asistido son prácticas distintas en cuanto a la participación de los profesionales, en la forma en que las personas fallecen -o no-, y en la manera en que ambas deben ser recogidas administrativa y estadísticamente. Y si bien es cierto que en la mayoría de las leyes que en distintos lugares han servido para despenalizar la ayuda médica para morir tampoco las diferencian, la experiencia de dichos países nos debería servir para distinguirlas.

Otra de las reticencias que tengo con el texto aprobado es la referente a la necesidad de que una Comisión, llamada de Garantía y Evaluación, dé su visto bueno a todas y cada una de las solicitudes de ayuda para morir. De hecho, este punto es citado por algunos de los que han aprobado la ley en el Congreso para subrayar su carácter garantista, esto es, que a nadie que no lo desee o que no cumpla los requisitos indicados en la ley se le suministrará esta ayuda. Y lo defienden porque de llevarse a término, la decisión tomada es irreversible.

He de explicar que la persona que solicita esta ayuda para morir debe hacerlo dos veces por escrito en un plazo igual o mayor a 15 días. Tras este requisito y si su médico considera la solicitud coherente con la situación del paciente y los requisitos legales, debe consultar a otro facultativo independiente. Si ninguno de los dos ve problemas, se procede a llevar la solicitud a dicha Comisión y esperar su aprobación. Después de esto, el paciente debe reafirmarse una última vez en su petición. Lógicamente, en todos los pasos mencionados, el proceso puede detenerse o ser rechazado por cualquiera de las partes intervinientes.

Efectivamente, esta consulta es una garantía más -no cabe ninguna duda- pero no aparece en ninguna de las legislaciones que han regulado la ayuda para morir, que consideran suficientes las anteriores salvaguardas. Por cierto, tampoco existe algo parecido para decisiones que son también irreversibles y que se toman a diario en los hospitales, cuando un paciente rechaza un tratamiento o cuando en el ámbito de los Cuidados Paliativos se procede a iniciar una sedación terminal, o cuando en las UCI se aplica la Limitación de Tratamientos de Soporte Vital.

Mis dudas hacen referencia también a otro aspecto relevante en la ley. En ella consta que la formación de los profesionales sanitarios se abordará en el plazo de un año desde su entrada en vigor, y que abarcará aspectos técnicos y legales así como cuestiones de comunicación difícil y apoyo emocional. Espero que nadie se moleste cuando afirmo que la mayoría de los profesionales de la Medicina no sabría en este momento qué medicamentos usar ni en qué dosis para ayudar a morir a una persona (ni en la eutanasia ni en el suicidio asistido). Es de sobra sabido también el desconocimiento de las leyes por parte de los profesionales sanitarios. No me extenderé sobre temas como la comunicación en situaciones difíciles y de apoyo emocional, al tiempo que reconozco que en estas áreas hemos mejorado notablemente. Pero la ley habla de deliberación con el paciente no solo de comunicación. Y la deliberación es un arte complicado que requiere de mucho conocimiento pero, sobre todo, de una actitud especial.

Otra cuestión con la que mantengo desacuerdo es con que la ley entre en vigor a los tres meses de su aprobación. Y dos son los motivos para ello. Uno, ya lo he mencionado, es la necesidad de formar a los profesionales en todos los ámbitos del final de la vida. El otro no es menos importante: la constitución de las Comisiones de Garantía y Evaluación en cada comunidad autónoma. La ley recoge que estarán formadas por un número mínimo de siete personas de distintos ámbitos profesionales, entre los que necesariamente se incluirá personal médico y juristas, y que serán creadas por los respectivos gobiernos autonómicos antes del plazo de tres meses en que la ley debe entrar en vigor. Nada se dice de los criterios a tener en cuenta para la elección de sus miembros ni -a excepción de médicos y juristas- la competencia profesional y ética de cada uno de ellos. Todo queda sujeto a la discrecionalidad del gobierno autonómico de turno, lo que no ofrece ninguna seguridad jurídica. Quiero en este aspecto recordar que la ley de ayuda para morir aprobada más recientemente ha sido la de Nueva Zelanda, en la que se ha dado un plazo de un año para su entrada en vigor, y nada hace pensar que los profesionales de dicho país estén menos preparados que los nuestros para ello.

Hablando de Nueva Zelanda también subrayo que su ley "de elección al final de la vida", propuesta por un partido conservador, fue aprobada en 2019 tras un largo debate parlamentario que duró dos años, por 69 votos a favor y 51 en contra. Aun así, la ley fue sometida a referéndum y aprobada por el 65% de los votos, frente a un 33% que la rechazó. Evidentemente, al recordar este proceso no estoy quitando ni un ápice de legitimidad a una ley que, como la que debatiremos en el Senado, ha sido aprobada en el Congreso por una mayoría suficiente de votos, fiel reflejo de ese 72% que en la última encuesta del CIS dice estar de acuerdo con la regulación de "la eutanasia".

Mis aportaciones, congruentes con esa mayoría ciudadana que defiende la legalización de la "eutanasia", buscan precisamente acomodar ese deseo social con la mejor redacción posible de la ley. ¡Este es el momento!

El autor es senador de Navarra (Geroa Bai) y máster en Bioética

Llevo tiempo expresando las dudas que me generan partes sustanciales del texto de la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia

Estas dudas comienzan por el título de la ley que elude el suicidio asistido aunque se trata de una de las prácticas clínicas que regula