as guerras dejan secuelas por generaciones. Hablamos de Roma, Carlomagno y Napoleón, de las carlistas del s.XIX, de las mundiales del s.XX. Estudiamos, releemos, analizamos, criticamos y citamos sucesos pues algo de todo eso, a más del hundimiento del imperio español tras la pérdida de sus colonias americanas y africanas y la dictadura de Primo de Rivera, se removió en el golpe militar a la 2ª República en 1936, a la que sucedió una guerra civil. Ayudados fueron esos militares levantiscos por los gobiernos totalitarios que propiciaron la 2ª Guerra Mundial con su saldo de millones de muertos, cámaras de gas, dispersión humana, hundimiento de la economía. Dolor y más dolor.

Mi abuelo, criado en familia carlista en la que fue fusilado por los liberales el padre, nabarro, fundó una empresa de grúas que le fue confiscada en 1937. Con 80 años enrumbó al exilio en Francia. Mi abuela, con los mismos años, fue dejada a la puerta de su casa expoliada con sus hijos y nietos en el exilio. Ambos contemplaron consternados el bombardeo de Gernika, incineración de la Libertad. Mis padres exiliados perdieron bienes, posición y, en la medianía de su edad, fueron pasajeros de un barco, el Alsina, que de Marsella partió un enero de 1941 hacia una América que representaba libertad y reparación.

¿Qué habían hecho mis abuelos y padres para semejante castigo? Pues sentirse vascos, querer al mínimo un Estatuto de Autonomía en reparación a los gravámenes políticos y militares repetidos desde la conquista del Reino de Nabarra y antes. Nunca usaron un arma. Predicaron con la palabra el entendimiento entre seres humanos. Eran gente de bien con ideas políticas claras sobre la libertad y la democracia. Menciono especialmente a Manuel Irujo, que pretendió humanizar la guerra y canjeó, cooperante con la Cruz Roja, a cuanta gente pudo, y aún se lamentaba en su vejez de no haber podido salvar más. Un hombre así merece ser vitoreado como antepasado.

Hay abuelos y bisabuelos diferentes. En mi familia hubo exilio, en otras mordaza durante los 40 años que duro el régimen oprobioso que, entre otras cosas, llevó al Estado español a la miseria, que hay que contar que los abuelos de muchos emigraron a una Alemania que se levantaba de la catástrofe de su guerra, lo cual es insólito, y en 1977 iban a vendimiar a la Provenza.

El régimen de Franco produjo un dolor que no se ha reparado. En Alemania, Francia e Italia hubo castigo para los que participaron en traiciones y matanzas, juicios en Nuremberg. Tras la guerra del 36, que mis abuelos ni quisieron ni comenzaron, recayó el silencio ya que hubo alargada represión. Pero la memoria histórica se ha filtrado entre los resquicios del muro, funcionando no en plan de venganza sino de reparación. Enjuicia a los vencedores de entonces que, arracimados junto al director Mola, hombre que quería sembrar el terror y lo logró, prepararon, emprendieron y abanderaron la guerra en Nabarra. El número de 3.300 muertos en los primeros meses en un territorio sometido es cifra monstruosa. Niños fueron enviados al frente según prédicas del aborrecible Gomá, con un pedazo de papel al pecho en el que a la imagen del Sagrado Corazón orlaba la inscripción Detente bala. Algo así he visto en los talibanes de hoy día.

Los chicos fueron a la guerra, algunos no volvieron, otros regresaron rotos, las familias quedaron deshechas, los cadáveres tendidos en cunetas tras las sacas... emblema de ellos el alcalde de Lizarra, Fortunato Agirre, fusilado y abandonado en Tajonar para que los buitres le devoraran las entrañas y desapareciera su rastro. Añadimos al terror del sometimiento, la educación machacada por un sistema autoritario, la mujer apartada del adelanto de la nueva época, normas sociales y religiosas restrictivas. Pero sucede algo que a los vencedores de semejantes contiendas siempre se les escapa de control, y es que no lograron apagar los recuerdos de la agresión: resucitan los muertos y sus huesos hablan desde las sombras, perviviendo sobre el horror la reivindicación, entre otras cosas, que nunca más semejante atrocidad vuelva a repetirse. Nunca más.

Tengo orgullo de la generación de mis padres y abuelos, que supieron rehacerse de semejante caos personal, económico y social, levantando familias en medio de la necesidad absoluta. Que fundaron una editorial en Argentina que salvó la cultura vasca mientras aquí se quemaban libros. Que instalaban torres de radio en Venezuela cuando aquí se recortaba la expresión verbal política. Que escribieron libros, en euskera y castellano, fundaron periódicos y, con la frente alta y las manos sólo sucias de sudor y tinta, proclamaron respeto a los Derechos Humanos que en ellos fueron vulnerados salvajemente.

Que en respuesta a los 40 años de escarnio franquista, en estos otros cuarenta años de reparación democrática sus herederos han fundado ikastolas, evitado la muerte del euskera, joya lingüística de Europa, levantado universidades públicas por primera vez en el país, planificado bibliotecas y archivos sin cortapisas, aireando instituciones políticas manoseadas por la dictadura. Mis abuelos defendieron lo suyo, que es causa común de todos con la palabra y la honradez. Como dijo Artigas, héroe uruguayo de la independencia, desde la libertad, porque ahí es donde no se ofende y, sobre todo, no se teme.

La autora es bibliotecaria y escritora