n este tiempo que nos lleva a conmemorar los quinientos años de la pérdida de la independencia del reino de Nabarra, una se sumerge, haciendo indagación y buscando respuestas en lo que a la vista está, en la cualidades específicas de nuestro pueblo, vencido pese a su resistencia. En contra juega la falta de un coherente relato histórico, de un análisis responsable de los acontecimientos propios, si salvamos, entre otros, a Arturo Campion. Se ha callado mucho por miedo, se ha destruido más por ocultar la verdad. Se añade a esto la política restrictiva de los usos documentales de los archivos, la potestad de la Inquisición, implantada en Iruña en 1512, creando una ideología ortodoxa perversa del relato histórico, que llega a nuestros días.

La Humanidad es gregaria y en eso reside su progreso. El pueblo de los baskones apuró esa cualidad volviéndola solidaria en extremo. Está patente en su acervo cultural. Sus bertsolaris cantan al parecer de modo improvisado y no lo es, pues están sujetos a un tema, a un ritmo, a una confrontación con otros oponentes y ante un público. Nace antes que nuestra literatura escrita, se desarrolla hasta el presente, dando vida y vigor al euskera varias veces milenario, una de las expresiones más puras de nuestro ser identitario. Y por tal cosa, perseguido.

Observamos tal comportamiento en el protocolo del juego de pelota, en los coros que surgen espontáneos en Euskadi, en las danzas populares que llevan esa impronta comunal, la más destacada el aurresku, en la que que el dantzari baila solo ante un grupo al que saluda respetuoso pero sin servilismo. El Fuero vasco, nuestra legislación, es cuidadosa con el común. En las Cortes del Reino de Nabarra, nuestra realización política más importante, al decir de Manuel Irujo, ocupaban asiento y emitían voto nobleza, clero y pueblo; en Bizkaia se recogen conceptos de Habeas Corpus antes de que la Humanidad europea los entendiese y atendiese. Y la conformación del baserri señala un comportamiento social y laboral donde la mujer tiene puesto esencial. Tiene su sesgo de inmortalidad. En nuestras iglesias se advierte esa comunidad llana de asientos frente al altar, sin líneas divisorias.

Esta formación sociológica milenaria, mantenida pese a los condicionamientos políticos adversos y a la que podemos titular de leyes, usos y costumbres, se advierten en los límites del país y fuera de él. Allá donde van los vascos expatriados por las razones políticas de las guerras civiles de los S. XIX y XX, en América, han levantado Centros Vascos/Eusko Etxeak en las que datan los mismos baremos de conducta: un sitio para reunirse (plaza pública), enseñanza del euskera (tenaz conservación del mismo), formación de coros y grupos de bailes (modo de expresión y agrupación popular), sitio propio donde expresar su religiosidad, además de una idea solidaria de bolsa de trabajo, atención médica y campo santo. Es decir, una cooperativa de convivencia social y laboral. Un ministro argentino aseveró que "no hay vasco bichicome (mendigo)", otro ministro venezolano afirmó que "no hay vasco preso".

Pero a estas excelencias de nuestra relación comunitaria y que nos conforma como pueblo hay que señalar que padecemos el mal banderizo. Lo llevamos en las entrañas, estampado en nuestros genes. Un veneno que nos ha expuesto a la garra de nuestros adversarios y siempre nos ha llevado a perder. Nabarra estaba divida en los bandos agramonteses y beaumonteses, con ramificaciones en los oñazinos y gamboinos. Los primeros en la obediencia de sus reyes naturales y de su soberanía entendida según la época de la que son representantes la familia de Xabier, y los otros cuya cabeza visible fue el conde de Lerín, quien apostaba a los intereses de Castilla y de Fernando de Aragón, obsesionado con conquistar Nabarra para sí, en una época militarista de la siempre militarista Europa. Hasta los papas montaban a caballo y llevaban espada en ristre. Aunque es de señalar que el atropello militar a Nabarra hubo de justificarlo este rey católico con la emisión de dos bulas papales en las que se tilda de herejes a los reyes de Nabarra, e incluso al pueblo, para justificar semejante estropicio bélico.

Los banderizos, unos más que otros sin duda, son culpables de la derrota de Nabarra, y también de la derrota histórica europea porque prevaleció sobre la cordura racional de un reino sin milicias ni barreras fronterizas, orden civilizador arrasado por el golpe militar y el demoledor del cañón.

Olvidaron aquellos antepasados, olvidamos en nuestro momento actual, que el pacto político es un modo civilizado de lograr progreso en conjunto nivelando dificultades. De propiciar avances salvando obstáculos. De movilizar el argumento para volverlo aceptable al adversario y respetable a uno mismo. Reconsiderar cada palabra haciéndola dúctil para el entendimiento del contrario. Se trata de convencer, no de exterminar.

De mover los sentimientos para volverlos manejables sin que dejen de ser inéditos. Hay una enseñanza que asombra en su sencillez, pero que refleja la importancia de estas afirmaciones: la de los representantes de los pueblos que dejaban su apellido en las puertas de la Casa de Juntas de Gernika antes de sus sesiones para ser nombrados con el de los pueblos que representaban. Ya no eran ellos mismos, sino un conjunto de voluntades en esa dirección única que es el bien común.

La autora es bibliotecaria y escritora