ace unos días, en una entrevista mantenida con motivo de la publicación de su novela Sira, María Dueñas afirmó que "hay un problema de prejuicios contra autores superventas", que ella había tenido que "enfrentarse a esos prejuicios por llevar consigo la etiqueta de bestseller". También dijo que no le gustaba "la falta de respeto de quien lee algo minoritario y cree que tiene la verdad absoluta".

No es la primera vez que oímos este tipo de argumentos. A menudo, en las crónicas que recogen las declaraciones hechas por un autor con ocasión de la presentación de su nuevo producto, nos encontramos con estas frases o con otras parecidas, con una mezcla de alegato y justificación que pretende anticiparse a las posibles críticas que aquél ya intuye y que acabarán llegando tarde o temprano.

En realidad, si el autor o la autora se adelanta con esa especie de respuesta sin pregunta previa, si siente en definitiva la necesidad de justificarse, es porque sospecha que lo suyo es algo diferente, es porque algo le dice que lo que ofrece en forma de libro no pertenece al mismo orden que esas obras con las que, en sus momentos de mayor osadía, tiende a compararlo.

Lo curioso es que, aunque en su fuero interno anida esa sospecha, el autor intenta desviar la atención, despistarnos con sus palabras, recurre a razones de otra índole a la hora de explicar por qué se le critica. Asegura que se le ataca por envidia, por vender miles de ejemplares, por llegar a millones de lectores. Otras veces, sabiendo que el ambiente general es muy receptivo, muy sensible a esa clase de argumentos, la persona se ampara en su condición de miembro de un colectivo vulnerable, apela a un factor identitario y denuncia entre líneas una lesión a esa identidad.

No, no se trata de eso. No hace falta alejarse del contexto literario, del mundo de la creación literaria para aportar un poco de claridad, para explicar el asunto de una manera rigurosa. El debate es viejo y, sin embargo, sigue siendo oportuno volver a plantearlo, poner las cosas en su sitio. No en vano, los años pasan, uno accede a conocimientos nuevos, alcanza una mayor clarividencia, y de esa forma es capaz de enriquecer la cuestión sin dejarse llevar por dogmatismos ni por un exceso de emotividad.

En cierto modo, basta con distinguir entre los conceptos de Autor y de Escritor. Esa separación ya existe desde hace tiempo en otros países, no es nada novedoso. En Alemania se usan los términos Autor y Schriftsteller respectivamente; en el mundo anglosajón, Autor y Writer. Sin embargo, más allá de los vocablos empleados en cada caso, lo que nos interesa aquí es aquello a lo que alude cada uno, los rasgos particulares que encierra cada condición.

En primer lugar, lo que caracteriza al escritor es su talento natural para el lenguaje. Ese talento consiste en la capacidad de usarlo con fines estéticos, de buscar y de crear con él un efecto artístico. Eso no se agota en la composición poética, en la elaboración de versos y estrofas, es algo que trasciende los géneros literarios, que puede darse tanto en un poemario como en un relato o en un ensayo. Y es que ese don no tiene nada que ver con la corrección gramatical, ni con la propiedad en la elección de las palabras, ni con una sintaxis esmerada o elegante, ni mucho menos con las técnicas utilizadas para desarrollar una trama. No, ese don se concreta en la habilidad para distorsionar el medio con el objetivo de conseguir un sonido especial.

Pero la cosa no termina ahí. El escritor también se distingue del autor por su mirada literaria. Esa mirada tendida hacia el mundo y hacia la vida, hacia el ser humano y hacia su alma, es la que le permite detectar y seleccionar lo valioso de una experiencia, de un recuerdo, de una situación, de un hecho cualquiera. En ese sentido, poco importa que lo escogido sea real o ficticio, vivido o imaginado. Lo esencial es que el escritor sabe separar la pepita del puñado de arena, huir de lo anecdótico, truculento o espectacular para centrarse en lo peculiar. El escritor sabe reconocer el cariz literario, estético, de una realidad observada, entrever en qué medida ésta tiene potencial lírico, hasta qué punto, una vez reelaborada, transformada en discurso narrado, es susceptible de convertirse en algo emocionante.

Hay un tercer elemento tan relevante como los anteriores. Me refiero a esa inquietud tan propia del artista, a ese inconformismo con lo ya hecho, con lo ya recorrido por él y por otros, a esa llamada que le llega de lejos y que le lleva a probar nuevos caminos, a intentar nuevas formas de expresión. Sí, el escritor, a diferencia del autor, vive de manera permanente en ese estado de ansiedad, en ese desasosiego incómodo y excitante a la vez, en esa búsqueda eterna. Y aunque este fenómeno admite la formulación abstracta que acabo de emplear, también se traduce en algo concreto. Por ejemplo, en estrategias alternativas a la hora de contar una historia, en la mezcla de géneros y registros en un mismo texto, en el recurso a nuevos formatos a través de los cuales se introduce un relato y que provocan, por fortuna, una nueva clase de engaño, una persuasión diferente en el lector.

He ahí a dos individuos diversos. Y, claro, todo eso debe poder constatarse en el resultado, puede ser apreciado por quien lo lee. Si nos fijamos bien, los libros de los autores, de lo que en este artículo se ha entendido por autores, activan en nosotros mecanismos mentales distintos a los que ponen en marcha los escritores. Mientras la obra de éstos, es decir, la literatura, desafía a nuestro intelecto y lo hermana con la emoción, exige por nuestra parte una tensión creativa, desencadena un universo de relaciones entre ideas y pensamientos, los productos de ficción popular se limitan a conectar en nosotros esas reacciones y reflejos propios del juego, esos resortes de atención que posibilitan el seguimiento de un pasatiempo pero que quedan muy alejados de ese otro proceso mucho más profundo que he descrito.

A autoras y autores como María Dueñas yo les deseo un gran porvenir. Les deseo salud, suerte en la vida y mucho éxito con sus libros. También la humildad necesaria para que acaben sabiendo lo que hacen y aceptando lo que son.

El autor es escritor