oy, sábado 29 de mayo de 2021, se cumplen 600 años justos del nacimiento, en la villa castellana de Peñafiel, de Carlos de Evreux y Trastámara, el príncipe de Viana por antonomasia y una de las figuras fundamentales del imaginario histórico navarro.

Fue su madre, doña Blanca, quien escogió para él la misma educación que ella habría recibido por parte de su padre, Carlos III el Noble. Una formación dirigida a que el niño se sintiera única y exclusivamente navarro. Por eso, con apenas un año de edad fue traído al reino para que fuera instruido "en las costumbres de la tierra". Nada más llegar fue jurado rey por las Cortes "para después de los días de su abuelo y de su madre", y un año después se le otorgó el título de príncipe de Viana, que habría de distinguir desde entonces a los herederos de la corona.

El otro gran protagonista de la historia de Carlos, y no precisamente para bien, fue su padre, Juan II, a quien no le importó arruinar un país que había recibido relativamente próspero y en paz ("el más rico reino del mundo de su tamaño", como deliciosamente definieron los partidarios de Carlos a la Navarra previa a la llegada del aragonés al trono), obligándolo a sostener luchas completamente ajenas en Castilla. Pero no fue eso lo más grave, porque al morir la reina propietaria en 1441 se negó a ceder la corona a su hijo, provocando la guerra civil entre banderías que acabaría conllevando la desaparición de Navarra como entidad política independiente en 1512.

La verdad es que padre e hijo eran completamente diferentes. Carlos fue un hombre muy culto, amante del sosiego y de los libros, que conocía a sus paisanos y residía habitualmente en Olite, aunque visitaba regularmente también muchas otras localidades como Pamplona, Estella, Tudela o Roncesvalles. Mientras que su padre, en estado de guerra permanente, sólo quería a Navarra para obtener los recursos económicos que le permitiesen mantener vivas sus empresas castellanas.

En 1447 Juan II se casó con Juana Enríquez, la hija de su aliado, el todopoderoso almirante Fadrique Enríquez. La derrota de su facción en Castilla obligó a todos a refugiarse en Navarra, donde el príncipe llevaba años gobernando en paz. El choque se hizo inevitable desde el momento en que el rey ya ni siquiera podía enarbolar un hipotético usufructo de viudedad para mantenerse en un trono que no le pertenecía.

El propio príncipe se lo recordó a su padre cuando pretendió casarle a él también con la hija de otro de sus adeptos, el conde de Haro: "en la casa real de Navarra no es costumbre casarse con alguien más bajo que el linaje de los 12 Pares de Francia", aludiendo tanto a los héroes del famosísimo cantar de gesta como a que la dinastía de Evreux enraizaba en la más prestigiosa monarquía de su tiempo: la de Francia. Sabemos también que, estando en el palacio de Tafalla, hizo el voto al pavón -el juramento caballeresco por excelencia- de echar de Navarra al séquito castellano de su padre. Y que esa misma noche, empleando un método de propaganda ciertamente moderno y rompedor, dirigió y protagonizó él mismo un entremés teatral para ridiculizarlos.

Porque Carlos se dio cuenta desde el principio de lo que iba a acontecer, dándonos la clave esencial en una carta dirigida a su hermana Blanca, la otra gran damnificada por la ambición de aquellos advenedizos: "Quiera Dios, que es quien mejor conoce nuestro asunto, que los nietos del almirante de Castilla no acaben ocupando el trono de los nietos de don Carlos III". Y eso es justo lo que terminaría ocurriendo en 1512, cuando Fernando el Católico, medio hermano de Carlos y nieto del almirante Fadrique Enríquez conquistó -efectivamente- Navarra.

El enfrentamiento armado era pues cuestión de tiempo, y acabó produciéndose el 23 de octubre de 1451 en los llanos de Aibar, cuando padre e hijo combatieron espada en mano, siendo derrotado y hecho prisionero el príncipe. Año y medio después, ya libre y a salvo en Navarra, definió así su cautiverio: "si todo el mundo pacíficamente poseyéramos, no solamente a Su Alteza, que por natura nos es padre y señor, más a cualquier extranjero, católico o infiel, hiciéramos donación de todo lo nuestro por estar suelto y libre".

Los partidarios de Juan II lanzaron entonces contra él 87 quejas recogidas en un documento conservado en los Archivos Departamentales de Pau, entre las que destacan especialmente tres, porque echan por tierra la visión histórica tradicional que atribuía a Carlos una supuesta debilidad de carácter que le imposibilitaba para enfrentarse a su progenitor. Algo completamente falso, teniendo en cuenta que le acusan, por ejemplo, de haber entrado en campaña abandonando las armas heráldicas de su padre (Aragón y Castilla), y haber hecho sólo con las de Navarra sus banderas (primera mención documental, por cierto, a la bandera de Navarra), denotando así que él era el legítimo y único rey.

Reivindicación subrayada por haberse atrevido también a acuñar moneda (a la que dio el muy simbólico nombre de leal), y haber escrito él mismo una crónica en la que contó no sólo la historia de sus antepasados, los reyes de Navarra, sino también toda la verdad sobre su enfrentamiento con su padre y que, curiosamente, es la única parte que se ha perdido, aunque sepamos que la terminó.

Después, sólo exilio y muerte, el 23 de septiembre de 1461 en el palacio real de Barcelona. Una desaparición que supuso la pérdida de una oportunidad histórica para nuestra tierra -en pleno cambio además de la época medieval al Renacimiento-: la de ser gobernada por un hombre esencialmente bueno, "que todo el tiempo de su vida amó el estudio" y que hubiese mantenido el legado de paz de sus antepasados. En lugar de eso, Juan II dejó a Navarra 60 años de guerra y destrucción.

Por eso, hoy es el día perfecto para recordar el mito portugués del Sebastianismo, según el cual muchos en aquella hermosa nación continúan esperando a que su rey, don Sebastián, retorne de la isla en la que permanece escondido, aunque la Historia -siempre embalsamadora de sueños- asegure que en realidad murió en la batalla de Alcazarquivir del año 1578. Pero aun así todos allá confían en que volverá numa manha de nevoeiro (en una mañana de niebla) y por eso siguen acudiendo a esperarlo a los hermosos muelles del Tajo en Lisboa, donde atracará su navío para traer de una vez el buen gobierno, la paz y la felicidad a sus súbditos.

Y como Sebastianismo y Vianismo son movimientos hermanos, y siempre me han parecido dos de las pocas corrientes de pensamiento en las que merece la pena alistarse, confieso en este punto que creo que el príncipe de Viana no sólo no murió en 1461, sino que está escondido y que -ya que no tenemos hermosos muelles a los que pueda arribar- me gusta ir a esperar su regreso a la torre de los Cuatro Vientos de su palacio de Olite.

Y que hay veces, según cómo sople el cierzo que baja de Ujué, que me parece que vienen a esperarlo también conmigo quienes sostuvieron su causa sin importarles que estuviera perdida desde el principio. Quizás lo hicieran precisamente por esa honorable y exclusiva razón. Y veo entonces a su hermana Blanca, a la princesa Agnes de Kleves, al prior Johan de Beaumont y a su hermano el condestable Luis, a María de Armendariz, a Brianda de Vega, a Johan de Cardona, a Carlos de Artieda, a Johan de Híjar, a Johan Pérez de Torralba, a Pedro de Sada y al siempre fiel Menaut de Santa María.

Pero lo mismo que vienen, se van. Y me quedo entonces yo solo esperando a que el príncipe regrese para traer el buen gobierno, la paz y la felicidad a sus paisanos, porque no son éstos ya tiempos -afortunadamente- de súbditos. Y como estoy muy dispuesto a esperarlo otros 600 años más, pienso pedir una manta de las que reparten en el Festival de Teatro para no coger frío mientras tanto...

Autor de 'Príncipe de Viana: el hombre que pudo reinar’ (Pamiela, 2018)