staba leyendo el periódico cuando me sorprendió un pequeño anuncio en la sección de economía: “Se ofrece catalizador. Acelere su camino hacia el éxito”. Debajo había un teléfono al que nada más dejar de leer llamé y cogí cita. Mi camino hacia el éxito estaba atascado y una ayudita no me vendría mal.

La oficina del catalizador estaba en la entreplanta de un edificio de despachos en una gran avenida y desde ahí se podía oír el caos del tráfico. El catalizador era un tipo pequeño y calvo, algo pasado de peso, y estaba sentado detrás de una mesa muy grande de madera. El despacho no tenía más mobiliario ni adornos.

- ¿Qué quiere acelerar? - me preguntó el tipo muy serio, prácticamente sin abrir la boca.

- Mi vida.

- Hay que ser más específico. Los catalizadores lo somos -me miró muy serio-. ¿Sabe que no me consumo en la reacción que acelero? Por eso sigo aquí.

- Me quiero casar y que sea un buen matrimonio -le dije sin hacerle mucho caso-, y rapidito.

- Eso está hecho- contestó por primera vez sonriendo con un gesto grotesco.

Durante las siguientes semanas el catalizador se convirtió en mi sombra. Cambió mis hábitos, mi forma de vestir, mi condición social, todo, hasta que una noche, en una discoteca en la que pude entrar gracias a sus contactos, conocí a la que iba a ser mi esposa. Al poco, pagué al catalizador y este desapareció de mi vida tal y como había entrado y me había dicho, sin desgastarse, al menos, en apariencia.

La siguiente vez que fui a su despacho fue al cabo de unos años. Lo noté un poco más viejo y cansado, pero no le dije nada por no ofenderle, ya que estaba muy orgulloso de que no se desgastara.

- ¿Qué quiere acelerar? - me preguntó. Si me reconoció, no quiso demostrarlo.

- Quiero tener éxito en mi trabajo y ganar más dinero- le contesté. Mi matrimonio me había abierto muchas puertas, pero yo quería más.

- Soy un catalizador, ¿sabe qué es eso?

Le dejé que me soltara el rollo y después se vino conmigo. Durante las siguientes semanas me aleccionó sobre cómo no tener principios, pisar a los demás y no tener vergüenza alguna. A mi mujer le enseñó a frivolizar, a aparentar y a criticar a las personas adecuadas delante de las personas apropiadas. Al poco, gracias a su ayuda, empezaron a invitarnos a las fiestas más selectas, yo llegué a director de mi empresa, y mi mujer a secretaria general de la suya. Cuando el catalizador se fue de nuestras vidas éramos ricos, poderosos y personas de éxito. Y lo habíamos conseguido en tiempo récord.

La última vez que lo vi lo noté todavía más viejo y cansado.

- ¿Qué quiere acelerar? - me preguntó sin reconocerme, o haciendo como que no me reconocía.

- Quiero morir rápidamente. La vida ya no me puede ofrecer nada más y no quiero esperar a que me alcance la muerte, quiero morir ya.

- ¿Sabe qué es un catalizador?

- Sí, lo sé -le dije-, sé que no se desgasta y que es específico. Pero yo a usted lo veo mucho más viejo que antes.

Me miró con tristeza, pero no me contestó. Aquella vez sus servicios acabaron muy pronto. Me enseñó varias formas de acabar conmigo rápidamente y sin dolor: encerrado en el garaje con el coche en marcha, abriéndome las venas en la bañera, tirándome al río mayor con un bloque de hormigón atado al tobillo... Al final me decanté por el ahorcamiento: mucho más espectacular y efectista. Quería darle una sorpresa a toda mi familia, que me creía un ser feliz y pleno. El catalizador me dejó todo preparado: la soga, la viga, la luz mortecina..., y, con un ademán de cabeza, se despidió. No lo he vuelto a ver y no sé qué ha sido de él, aunque aquí arriba se rumorea que el negocio lo lleva ahora un hijo.

El autor es profesor contratado doctor en el Departamento de Ciencias de la Universidad de Navarra