stos días se nos informa de que el incremento actual en la cantidad de contagios de la covid-19 se debe a la transmisión del virus entre personas no vacunadas, o de éstas a individuos con la pauta completa pero más vulnerables que el resto por su edad, patología previa o por estar sometidos a determinados tratamientos. También nos enteramos de que algunos de estos casos están acabando en la UCI, de manera que vuelve a haber tensión hospitalaria y reducción de camas hábiles para atender a otra clase de pacientes.

Aunque se sabe, por tanto, que la causa del empeoramiento general es la existencia de un porcentaje demasiado alto de gente que no quiere ser vacunada, lo cual, a su vez, impide alcanzar la inmunidad de grupo, los gobiernos son reacios a tomar medidas directas contra ese colectivo, es decir, se niegan a obligar a sus miembros a ser pinchados con las dosis oportunas. La consecuencia de esa negativa es el regreso paulatino a una situación que, tarde o temprano, justificará la imposición de restricciones como las que hubo a lo largo de 2020 y parte de 2021. En otras palabras, se acerca el momento en que los “justos” pagarán por los “pecadores”.

El motivo que se alega en España y en otras naciones para no establecer con carácter general ese mandato que, sin embargo, ya ha sido aprobado en países como Austria, tiene que ver con una supuesta injerencia en nuestra salud, con una eventual lesión del derecho a decidir y actuar sobre ella. Sin embargo, esta no sería la primera vez, el primer caso de vacunación obligatoria. Durante décadas se ha vacunado por prescripción médica a los niños contra la viruela, el sarampión y otras enfermedades ahora ya controladas o extinguidas. Asimismo, para viajar a ciertas zonas del planeta sigue siendo necesario recibir las vacunas contra la polio, la fiebre amarilla, el cólera, el tifus o algunas variantes de hepatitis. En definitiva, la vacunación forzosa contra la covid-19 no sería una excepción en ese sentido.

Quizá la explicación sea otra. Es posible que la actitud vacilante de los gobiernos a la hora de tomar esa decisión se deba a una concepción incorrecta de los derechos y las libertades individuales. Todos sabemos que una sociedad moderna no puede funcionar sin normas, sin mandatos y prohibiciones. Todos aceptamos que deben pagarse impuestos para sostener el gasto y la inversión pública, que hay que cumplir las leyes para no incurrir en delitos y faltas cuyas víctimas son los demás, que debe llevarse casco al conducir una motocicleta, o que no podemos cruzar el semáforo en rojo porque hay otros que lo tienen en verde en ese mismo momento. La esencia de todo este sistema se basa inevitablemente en obligaciones que consisten en hacer o en omitir, pues en ellas reside el equilibrio necesario entre los derechos propios y los ajenos, la única manera de armonizar nuestra libertad con la del prójimo. En el caso que nos ocupa ahora, el derecho de los no vacunados a mantener su actitud, su condición de tales, debería terminar cuando los vacunados, que son la gran mayoría, empiecen a verse perjudicados por aquélla, es decir, debería limitarse en el instante en que estos últimos se conviertan de facto en víctimas de la colisión.

Sí, puede que nuestra sociedad arrastre demasiados complejos, practique un exceso de amabilidad, sea meliflua en asuntos que ni siquiera requieren cortesía. Lo vemos a menudo en el tipo de educación que se da a los niños, en esa idea equivocada según la cual debe tolerarse cualquiera de sus comportamientos o consultar a los hijos menores de edad todo lo que les concierne. De acuerdo con esas convicciones no revisadas a tiempo, se les pregunta si quieren ir al colegio a los seis años o si prefieren repetir curso con la mitad de asignaturas suspendidas, o se les permite, por ejemplo, someterse a operaciones de cirugía estética cuando lo deseen, aunque su cuerpo aún no se haya desarrollado del todo.

A lo mejor hay un gran malentendido más allá de este punto, de los ámbitos y márgenes de decisión. Me refiero a que el poder individual, la posibilidad de influir en la gobernanza de una comunidad debe reconocerse y ampararse en un estadio previo. Como ya sucede en otros países, en el nuestro deberían existir mecanismos reales de democracia participativa, formas directas de consulta a la población en relación con muchos temas importantes cuyo manejo sigue estando solo en manos de los políticos. Ahí, en esa fase anterior en que intervendríamos todos, es donde deberían establecerse los mandatos y las prohibiciones de la naturaleza que sea, en lugar de tener que enfrentarnos más tarde con las respuestas caprichosas y las ocurrencias sin fundamento de cualquier espontáneo, de tener que bregar con reacciones extravagantes que acaban afectándonos a todos.

Porque ahí estriba en gran medida la cuestión. Ocurre que muchos de quienes se niegan a colaborar para doblegar al virus, quienes no quieren vacunarse, lo hacen por una especie de rebeldía fuera de sitio. Seguramente no han encontrado en su vida una causa edificante por la que rebelarse, o no han estado a la altura de la misma cuando merecía la pena, y ahora intentan arreglarlo ejerciendo una insumisión infantil, una disidencia de niños transgresores como la que practican quienes fuman en espacios prohibidos y alardean de ello. En vez de librar una guerra honorable, una pelea sublime, se conforman con batallitas en la alfombra y esperan que después nosotros recojamos sus juguetes.

En una de sus canciones, Absolutely Sweet Mary, Dylan dice: But to live outside the law, you must be honest. Y es que no hay mayor outsider que el ciudadano que cumple con lo que debe, pues esa tranquilidad le permite gozar de un espíritu libre.

El autor es escritor

El derecho de los no vacunados en mantener su actitud, su condición de tales, debería terminar cuando los vacunados, que son la gran mayoría, empiecen a verse perjudicados

En nuestro país deberían existir mecanismos reales de democracia participativa, formas directas de consulta a la población en relación con muchos temas importantes