o puedo encarar el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer (antes Día Internacional de la Mujer Trabajadora) sin echar la vista atrás. Quizá sea un síntoma de que me estoy haciendo mayor, pero no puedo evitar pensar en las que ya no están. En esa generación de mujeres fuertes que lucharon y trabajaron sin descanso para que sus hijas tuviéramos un futuro. Sí, estoy hablando de mi madre entre ellas.

Me niego a aceptar esas voces que no las consideraron lo suficientemente empoderadas porque no trabajaban fuera de casa, cuando muchas ni siquiera tuvieron opción. Ella luchó como la que más por los derechos de las mujeres, cuando nos decía a mi hermana y a mí que estudiáramos, cuando nos animaba a que buscáramos siempre nuestra independencia económica, cuando se ponía el mundo por montera y cambiaba de lugar de residencia con sus dos niños y sus dos niñas debajo del brazo, cuando pisaba entidades bancarias con esa seguridad que siempre le caracterizaba, con la misma naturalidad con la que entraba en un supermercado, en un teatro o en el colegio para hablar con mi tutora. Suave pero firme, sin arredrarse ante nada. Cuando pintaba cuadros, cuando escribía relatos. Cuando nos hacía las mejores rosquillas del mundo o se apuntaba a mil cursos de historia, una de sus pasiones. Inteligente, culta, elegante, bella, hecha a sí misma. Cuando se levantaba una y mil veces de los duros e injustos golpes que le dio la vida.

Me resisto a que nadie, en nombre de un malentendido feminismo, minimice los pasos que dieron nuestras madres, nuestras abuelas.

Sí, ella también, mi abuela, que sacó adelante a sus seis hijas y sus dos hijos cuando siendo muy joven fusilaron a su marido (mi abuelo) por pertenecer a un sindicato, en una guerra fratricida que marcó a hierro a varias generaciones. Mi abuela, que cultivó la tierra con sus propias manos, a quien nadie oyó quejarse, que fue el sostén de una gran familia numerosa monoparental sin haberlo elegido. Mi abuela, que en medio de una guerra civil y una posguerra, rodeada de hambruna, labró un futuro para mis tíos, mis tías, mi madre, consiguiendo que crecieran en un mundo ajeno a odios y rencores.

¿Qué mejor ejemplo de lucha que tomar las riendas de sus vidas, como tantas mujeres de su generación?

Y es que hay veces en las que me asomo al espejo desde el que me miran sus ojos, los de mi madre, tan parecidos a los míos, los de mi abuela, siempre serenos, y me pregunto qué dirían ellas ahora, en un mundo tan distinto y tan igual, con tantos avances, tantas consignas aprendidas pero con las mismas pasiones que mueven al ser humano.

Y me pregunto qué habría sido de mí en otra vida, en otras circunstancias, en otra etapa histórica, en otro país donde los derechos de las mujeres se pisotean a diario, donde levantar la voz en defensa de una vida mejor es motivo suficiente para perderla, donde el estar callada, obedecer y resignarse es el único pasaporte para la supervivencia. Y no me siento con derecho a dar lecciones de feminismo a nadie.

Entonces, me reconcilio con el mundo con cada pequeño gesto, con cada actuación dirigida a conseguir un mundo más justo, más igualitario, donde todas y todos sumemos a lo grande, o desde la humildad, desde diferentes perspectivas, diferentes ideas, desde diferentes generaciones, pero, en definitiva, donde sumemos.

Porque es mi forma de concebir el feminismo, sumando, sin entrar en espirales de competitividad, de intereses, de intencionalidades paralelas, sin perder la perspectiva, sin desviarnos o zigzagueando pero teniendo el objetivo siempre en el punto de mira. Porque detrás de cada logro hay un enorme esfuerzo por parte de muchas personas y muchas vidas que se ven beneficiadas, y sólo por eso debería plasmarse una gran sonrisa en nuestras caras.

La autora es secretaria de Mujeres e Igualdad de CCOO Navarra