ace algunos días contemplamos estupefactos en televisión cómo el consejero de Educación y portavoz de la Comunidad Autónoma de Madrid no solo se hacía retóricamente esta pregunta ante las cámaras de los medios: “¿dónde están los pobres en Madrid?,” sino que, ni corto ni perezoso, se aprestaba, con gesto de incredulidad, a escenificar la labor de búsqueda, moviéndose a su derecha e izquierda en actitud inclinada de escudriñamiento detectivesco, no faltándole más que la lupa.

Tal actitud, muy en línea por cierto con la desenvoltura y maneras de su presidenta, provocó en la audiencia una reacción mezcla de desconcierto e indignación por la banalización descarada de un tema tan delicado y lacerante como el de la pobreza, que azota en general no solo abrumadoramente a los países en desarrollo, sino también en mayor o menor grado a los considerados desarrollados, en especial a aquellos en que la desigualdad es más acusada, como España.

Esta teatralización estúpida de un tema tan doloroso como es el de la pobreza venía aparentemente provocada por una noticia publicada por Cáritas, la ONG de la Iglesia católica, de unas cifras de pobreza en Madrid, la comunidad más rica de España, que incluyen en tal condición hasta un millón y medio de personas (el 20% de la población), de ellas ochocientas mil en pobreza severa.

Cáritas ha divulgado esas estadísticas claramente preocupantes en base a un informe de FOESSA (Fundación de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada), realizado por equipos profesionales de más de cien investigadores de 30 universidades y más de trescientos encuestadores. Se trata, pues, de un estudio serio y digno de confianza.

Lo que irrita a los gestores políticos madrileños es no solo la magnitud de las cifras, sino también que el que las notifique al público no sea alguien de Podemos, o algún otro comunista bolivariano, sino la organización de la Iglesia católica más apreciada por los ciudadanos.

La actitud del consejero, que llega a ser insolente y propia de alguien de escasas luces es, por otra parte, muy coherente con una corriente de pensamiento, abundante en círculos conservadores, que algunos académicos, como Adela Cortina, catedrática de Ética de la U. de Valencia, han bautizado como aporofobia, o rechazo u odio al pobre.

Esta tendencia, que no es solo española, pues, entre otros, es muy popular en países de capitalismo desaforado como Estados Unidos, la tierra del controvertido sueño americano, que viene a considerar que el pobre lo es por su culpa, en otras palabras porque es un vago o irresponsable. ¡Qué duda cabe que este subterfugio es un poderoso anestesiador de conciencias!

Es evidente que tanto en los pobres como entre los ricos hay diligentes, vagos y mediopensionistas. Sin embargo, es una enorme perversidad el estimar que todos los pobres lo son por su propia conducta. Hay, desgraciadamente, muchísimas maneras de ser pobre, con ausencia total de culpabilidad.

Llegados a este punto creo que es oportuno aclararnos sobre qué es ser pobre. Para ello nada mejor que referirnos a informes como el de la Clínica Jurídica Loiola de la U. de Deusto, la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social y otros estudios, que consideran pobre no solo aquel que mendiga a la puerta de las iglesias o centros comerciales, el pordiosero de las novelas de Galdós o Dickens, el sintecho; sino aquellos que, por diversas y frecuentes circunstancias, no pueden atender dignamente a sus necesidades básicas.

A guisa de ejemplo se pueden mencionar, entre otros, la imposibilidad de contar con una vivienda suficiente para ellos y su familia, o abonar su factura energética, los que sin culpa por su parte sufren desahucios, se les han agotado o carecen de derechos de paro, padecen enfermedades sin cobertura de los servicios sociales, son emigrantes a la intemperie, familias desestructuradas o son víctimas de la hipertemporalidad o la subcontratación expoliadora, etcétera. A los citados se añaden, además, los llamados trabajadores pobres, que sí están en activo pero que ganan salarios notoriamente insuficientes para llevar una vida digna, y ello a pesar del notable aumento por el actual Gobierno del salario mínimo en estos últimos años. Todos ellos son los pobres que no alcanza a ver el consejero madrileño.

Sobre el gravísimo tema de la carestía de la vivienda es Cáritas, de nuevo, en este caso la de Navarra, la que nos decía en un reciente artículo de este periódico que “el 53% de las 4.997 personas atendidas en 2021 viven hacinadas en habitaciones, muchas veces compartidas con sus hijos o con otros adultos que les acogen. El hacinamiento se ha convertido en una práctica habitual”.

¡Salgan, pues, de su burbuja, consejeros o no, y dénse un baño de realidad!, sin escenificaciones extemporáneas, que solo denotan ignorancia, mala fe o aporofobia, quizás.