Siempre es buen momento para reivindicar el sistema de gobierno que se llama República, sabiendo que puede convertirse en una auténtica chapuza, enemigo de la justicia social y de las más elementales libertades, como ya demostró la derecha política de este país durante el bienio negro en España (1934-1936).

Y no hace falta recordar que en el mundo en que vivimos existen países que se denominan repúblicas y son dictaduras camufladas o democracias de chichinabo. Ha habido repúblicas, las sigue habiendo en Europa, con unos gobiernos que son la antítesis de lo que, en principio, uno pudiera pensar o imaginar lo que es una República. En realidad, y a priori, no hay repúblicas buenas ni malas. Sencillamente son sistemas de gobierno en los que la figura de la monarquía no existe. Sin más. Lo que no es poco. Porque pensar que un país, por ser sin más una República, está arreglado todo, es una falacia y una ingenuidad. La República en pelo cañón no garantiza nada. Solo que la palabra rey no aparecería en la Constitución. Y en España, dada la última experiencia del emeritaje, no es moco de pavo.

Alguno replicará que, si solamente se trata de esa minucia, ¿para qué armar tanto alboroto por tener una monarquía o una república o un sistema híbrido como el de España, una monarquía parlamentaria? Al fin y al cabo, ¿qué más da tener un rey impresentable que una clase política parecida?

También se argumenta que muchos de los valores que se consideran republicanos son ya defendidos por personas que no son republicanas, incluso monárquicas. Hoy día se puede escuchar a políticos decir que: “soy republicano, monárquico parlamentario y de izquierdas”. Una identidad trinitaria cuyo desarrollo teórico y práctico daría, si no para una tesis doctoral, sí para un máster.

Más todavía. Hay quienes sostendrán que “los valores de la II República se han recuperado con la monarquía parlamentaria”. En este sentido se cita el divorcio, el matrimonio civil, la expulsión de los símbolos religiosos en las instituciones públicas, la defensa del poder civil frente al derecho natural o el poder religioso, el aborto, etcétera. Lo que ocurre es que algunos de estos supuestos valores en la actualidad dejan muchas aristas. Por ejemplo, si hacemos referencia a la proclamación del Estado laico de la II República y su aplicación en la práctica y la comparamos con la declaración de Aconfesionalidad por parte de la Constitución de hoy y su aplicación y práctica concluiremos que no hay punto de similitud. La política aconfesional del actual Gobierno monárquico parlamentario es inexistente. O, si se prefiere, una pálida sombra ante la seriedad con la que el Gobierno republicano afrontó la aplicación del laicismo en las instituciones públicas y a sus funcionarios, al menos durante 1931 a 1933. Hoy día, la mayoría de la clase política asiste en cuerpo de ciudad a cientos de procesiones religiosas importándoles un pito que pertenezcan a un Estado aconfesional.

Así que lo más pertinente sería preguntarse si no será que la monarquía parlamentaria lo único que ha hecho es apuntalar la monarquía con el concurso inestimable de los socialistas. La cualidad más notable de la monarquía es su nula fundamentación y legitimación racional. Nadie que se declare republicano aceptará jamás una monarquía, menos aún la hereditaria, la genética, e impuesta manu militari por un dictador. Solo un referéndum podría darle carácter democrático en el hecho, pero nunca en el origen que será espurio.

No creemos, por tanto, que los supuestos valores de la II República hayan sido recuperados por parte de la monarquía parlamentaria. Y, caso de que lo hayan sido, habría que ponderarlos y catalizarlos de nuevo por el cedazo de una crítica más acorde con los llamados derechos humanos surgidos en la nueva modernidad.

En cualquier caso, reconocemos que jamás hubiéramos pensado que la argumentación más potente para rechazar de plano la monarquía nos la ofrecería uno de sus más celestiales defensores. La argumentación de S. Sostres es impagable. He aquí dos de sus momentos estelares. Primero: “La monarquía es lo contrario de los hombres, de la democracia y de la cercanía. La monarquía es lo divino, lo genético, lo tensado. Se reina al servicio del pueblo, pero por voluntad de Dios y por su Gracia” (Abc, 17.9.2022). Segundo: “Los reyes, como los papas, no tienen que ver con los hombres sino con Dios. Es estúpido juzgar a los monarcas con criterios terrenales y además no sirve de nada. La monarquía es un don, una encarnación divina, ni es democrática ni está sujeta a las leyes que los hombres nos hemos dado, ni queda totalmente a nuestro alcance comprender su última profundidad y significado. Un rey no nos representa a nosotros, sino a Dios. Su idioma es el de la eternidad (...) Los reyes no están preparados ni dejan de estarlo. Están llamados. Llamados por Dios (...). Los reyes no tienen que dar ejemplo, sino presencia (...) Un rey es el vínculo más atávico entre el hombre y Dios, el hilo retomado de la Creación en la Tierra, y es el deber de sus súbditos respetarlo, obedecerlo y custodiarlo hasta que Dios lo llame de vuelta a su regazo” (Abc, 5.8.2020).

Sería de mal nacidos no agradecer a Sostres su aportación, más que razonable. La República trata de la cosa pública, es decir, de lo que nos sucede aquí y ahora. Y para esta labor no se necesita un rey ni una monarquía, pues, como queda dicho y demostrado, el rey no es de este mundo y solo rinde cuentas ante Dios. Así que Delenda est monarchia!, al menos aquí en la tierra. Y lo que suceda entre Dios y el rey con su hostia particular se lo bendigan.

Firman esta carta: Víctor Moreno, José Ramón Urtasun, Ángel Zoco, Laura Pérez, Jesús Arbizu, Carolina Martínez, Carlos Martínez, Clemente Bernad y Txema Aranaz Del Ateneo Basilio Lacort