Vivimos en una sociedad en paz, decimos, y es cierto en la medida que entendemos por guerra lo que está ocurriendo en Ucrania o más lejos. Sin embargo, a nadie se le escapa que la globalidad existe también en este tema, sin que podamos obviar violencias más cercanas como la violencia machista, la exclusión social que genera precariedad y soledad severa o asesinatos como el del sacristán en Algeciras, que tanto daño hacen a la religión que dicen defender quienes lo fían todo al fundamentalismo del terror.

Al terrible derecho a la guerra hay que añadir las acciones terribles una vez iniciadas las hostilidades; y las violencias de muchos acuerdos de paz, en ocasiones verdaderos tratados de humillación y rapiña sobre territorios y bienes. Volviendo a la invasión a Ucrania, es necesario preguntarnos sobre la violencia justa o injusta: ¿El envío de tanques y aviones alarga la guerra, como dicen algunos, o es legítima defensa, que es el meollo de la cuestión? ¿O depende de si la invasión se produce en Ucrania o en Venezuela?

¿Es posible, entonces, una guerra justa, una violencia justa? Si lo habitual en los códigos de Derecho Penal es que se recojan atenuantes e incluso eximentes en los delitos, parece lógico alguna regulación de las violencias entre países. De hecho, Aristóteles ya esbozaba el Derecho natural, mientras Cicerón fue el primero en hablar del derecho de gentes (ius gentium) como antecedente del enorme avance logrado con Francisco de Vitoria, Francisco Suárez o Hugo Grocio, arquitectos jurídicos de una mínima ética común para embridar las guerras desde un código solidario de mínimos universalmente compartido: la “moralidad tenue”, en expresión de Michael Walzer.

Lo llamamos Derecho Internacional, a pesar de quienes firmaron normas básicas en la guerra, pero no las cumplen: causa justa, correcta intención, declaración pública de la guerra por una autoridad legítima, ser el último recurso, probabilidades de éxito y proporcionalidad… Solo en este marco es posible considerar guerra justa a la II Guerra Mundial (al bando aliado) y a la defensa de Ucrania. Lo cierto es que no estamos mejor que en el siglo XVI, ante el cinismo asesino de justificar una guerra solo por imperialismo, por venganza o para colocar material bélico en el mercado.

Recordemos la llamada guerra justa y la cruzada de la civilización occidental en Irak, como afirmaron sus ejecutores, que ahora sabemos de sus argumentos falaces utilizados para justificarla, incluido el manifiesto de una serie de politólogos estadounidenses, como Francis Fukuyama o Samuel Huntington, que justificaban en términos de guerra justa la respuesta de Bush al ataque terrorista a las Torres Gemelas pretextando una guerra de civilizaciones. ¿Dónde quedó la humanidad y el Derecho Internacional?

Aquel bárbaro atentado y la venganza posterior desde un supremacismo insoportable, tuvieron la visibilidad que no tiene la guerra de Etiopía entre fuerzas rebeldes y una alianza de militares etíopes y eritreos, que ha provocado la muerte de 600.000 civiles en poco más de dos años. ¿Quién sabe lo que allí está pasando? Qué decir del tránsito en pateras que ha convertido el Mediterráneo en un cementerio humano, de la violencia contra los saharauis y palestinos… El Papa, en fin, lleva tiempo hablando de una guerra mundial encubierta.

Todo esto nos lleva a una indiferencia colectiva cuando nos toca lejos. Es por lo que la reflexión sobre las guerras justas se plantea ahora en el peligro de la indiferencia ética que entraña la defensa legítima y legal ante la ley del más fuerte, aunque todavía no nos toque directamente a nosotros. Parece una obviedad, pero la paz requiere de reglas en la guerra, sobre todo en su cumplimiento, como le correspondería al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en su papel –mojado– del mantenimiento de la paz internacional ante la indiferencia interesada de muchos.

La violencia es un recurso por lo general cortoplacista porque no arregla nada mayor de lo que ha destruido antes, sobre todo en términos de vidas humanas, a las que hay que sumar las consecuencias terribles de unos pocos cuando deciden enfrentar a miles de hombres y mujeres bajo el mantra de la guerra justa. ¿Aprenderemos alguna vez? El único antídoto testado a la guerra es la resistencia no-violenta, tal como ha ocurrido en formatos diferentes en India con Gandhi, en Sudáfrica con Mandela y con Martin Luther King y Rosa Parks en Estados Unidos. No han sido los únicos. Recordemos, entre otros muchos casos menos conocidos, la independencia parcial de los finlandeses a la Rusia zarista, después de acciones no-violentas y de no-colaboración (1905); el golpe pacífico del ejército y el pueblo luso contra la dictadura (1974); o la caída del régimen comunista en Polonia tras una gran campaña de no violencia activa (1980).

Al final, la violencia y el odio, aunque digan servir a la paz, es fácil que sirvan a la violencia y al odio; en casa y en el campo de batalla, no tan lejano.