Lo maravilloso de la democracia es que pone en manos de los ciudadanos la elección de quienes tienen que administrar y dirigir la sociedad. Pero por si acaso no se ha acertado con la decisión individual y colectiva, cada cuatro años, por definición que a veces se acorta por el interés de los gobernantes, se vuelve a convocar a los ciudadanos para que voten y elijan si quieren más de lo mismo u otra opción diferente. De ahí la importancia de vivir y organizarse en democracia para evitar que el dictador de turno se erija en intérprete exclusivo y excluyente de la voluntad popular. Y, desgraciadamente, aquí los hemos sufrido a lo largo de la historia, incluso reciente, y hay que ser conscientes de que dejan un reguero que cuesta generaciones limpiar. Y siempre hay quienes desean volverlos a disfrutar añorantes de lo que consideran como orden, lo que no deja de ser la persecución de las ideas y las libertades. Que cuesta mucho conseguirlas pero es bastante fácil perderlas.

Cuando se celebran elecciones toca configurar las instituciones con los elegidos en las urnas y articular las mayorías que permitan gobernar, es decir, servir a los ciudadanos administrando los recursos que estos ponen a su disposición. Y es fundamental la claridad en los principios, las convicciones y los objetivos.

En Navarra, salvo algunas pocas excepciones como en Tudela, la derecha ha quedado en minoría: su esperanza es volver a arrastrar al incierto PSOE de esta tierra para que le ayude a configurar mayorías que le impulsen al gobierno, municipal y foral.

El asunto no es baladí porque esa concurrencia se ha dado de manera constante hasta que, hace ocho años, en el gobierno foral se articuló una mayoría progresista. Pero se mantuvo esa entente entre la derecha y el PSOE que realizaron una feroz oposición política conjunta. Hace cuatro años el PSOE se encontró con la inestimable e imprescindible colaboración de quienes habían sido el objetivo de su dura oposición, para articular una mayoría de gobierno que le permitieron encabezar y dirigir. Eso sí, pero no en los ayuntamientos en los que mantuvo su ya habitual connivencia con la derecha aunque esta estuviese en minoría. Luego le ayudó o no a gobernar en ellos según la repercusión de las habituales medidas de la derecha cuando gobierna.

Porque ahí radica la sustancial diferencia entre unos y otros: en general, la derecha subordina el interés general al negocio con la privatización de muchos servicios esenciales, sociales, sanitarios, educativos, de vivienda, infraestructuras, etcétera, que se contraponen al objetivo progresista de garantizar su universalización y disfrute por el conjunto de la sociedad sin que prime la capacidad económica individual de los ciudadanos por encima de su derecho a ser protagonistas de la sociedad del bienestar. Por no hablar de su menosprecio a las organizaciones juveniles, culturales y en genera al mundo de los llamados movimientos populares que siempre le resultan molestos.

Estamos viendo continuos ejemplos, aquí y fuera de aquí, de las consecuencias de esa práctica política: desde la operación Salesianos en vivienda hasta las infraestructuras con el peaje en la sombra que es tan oscura que hace que la mayoría de la sociedad no sea consciente de la sangría económica anual y por muchos años que grava nuestros presupuestos. Y podrían citarse numerosos ejemplos de movimientos sociales reprimidos y/o ignorados.

Reconozco que me sigue pareciendo inaudito que el PSOE en Navarra se haya encontrado más cómodo gobernando con la derecha que con la izquierda. Salvo que pueda dirigir y encabezar los gobiernos y entonces sí parece preferir ser coherente con la que, teóricamente, es su ideología progresista a la hora de sumar colaboradores. Pero desde hace muchos años esa ha sido la excepción.

Pues bien, ahora viene una nueva renovación de las instituciones y veremos cómo y cuáles mayorías se configuran.

Recuerdo los compromisos de Aznar, González y otros líderes de los diferentes grupos políticos de que, cuando ETA terminase su atroz presencia y actividad, su entorno político sería asimilado al uso democrático y, por tanto, a la condición de interlocutor en función de su presencia y apoyo electoral. Pero parece ser que se ha encontrado el talismán de evitar que esa presencia y apoyo electoral pueda tener la misma legitimidad que en su día se dio a los herederos del cruento franquismo para ser interlocutores y partícipes en la gestión pública. Y se utiliza como excusa para evitar que pinten en la configuración de los nuevos gobiernos municipales y forales. Eso sí, salvo cuando resulta imprescindible como le ha pasado en innumerables veces a Pedro Sánchez en esta legislatura.

El uso a estas alturas de vetos responde más a intereses partidistas que a principios democráticos. Y permite a los vetados, además de presentarse como víctimas de una discriminación intolerable, eludir su responsabilidad de tener que involucrarse en procesos negociadores que siempre obligan a dejar muchos pelos en la gatera y exige demostrar que la ética forma parte de su organización política, que será muy legal pero muestra la suciedad en el pasado reciente de algunos de sus componentes. Que, por cierto, con diferente naturaleza, gravedad y extensión, afea a casi todas las organizaciones que tratan de utilizar los vetos.

Lo importante, una vez que los ciudadanos hemos elegido libremente lo que hemos querido, son los principios, ideas, medidas y compromisos que nos han presentado las diferentes alternativas. Y ahí sí que importa la elección del para qué y con quién.