Hace unos días, después de casi una semana de incertidumbre sobre la suerte corrida por el batiscafo Titan, se supo que la pequeña nave había implosionado en algún momento de su inmersión, en su desplazamiento hacia el pecio del Titanic. Por causas aún desconocidas, sus paredes debieron de explotar hacia adentro, terminando con la vida de sus tripulantes y dejando cinco grandes restos que fueron hallados más tarde por los técnicos a 3.800 metros de profundidad y a unos 500 metros de la proa del gran transatlántico siniestrado el 15 de abril de 1912.

Desde que se publicó la noticia de la desaparición del sumergible y del operativo desplegado para su localización, toda esa flota de barcos, aviones, helicópteros y robots submarinos enviados al lugar por Estados Unidos, Canadá, Francia y Reino Unido, se estableció en los medios de comunicación un paralelismo lógico, se subrayó el desequilibrio injusto, el agravio comparativo que se creaba entre ese esfuerzo internacional por encontrar y rescatar al Titan y a sus ocupantes, y el poco interés que parecía haber en salvar a los miles de náufragos del Mediterráneo, a esa cantidad enorme de refugiados de distintos países que siguen arriesgando sus vidas, poniéndolas en manos de los traficantes y de sus naves precarias, y perdiéndolas a menudo en un intento desesperado por llegar a Europa.

Tanto en columnas como en artículos de fondo de los periódicos, se denunció con razón ese doble rasero, hasta qué punto resultaba irónico e hipócrita destinar millones de dólares al salvamento de cinco personas, mientras se ignoraba al mismo tiempo la tragedia de otros muchos, las tribulaciones de las víctimas del fenómeno migratorio, algunos de cuyos dramáticos ejemplos estaban ocurriendo precisamente en esas mismas fechas. Se dio a entender que lo que marcaba la diferencia de atención y de tratamiento en un caso y en otro era la condición de millonarios de los primeros frente a la pobreza, la falta de recursos y la carga problemática que suponen los segundos.

En el fondo del mar, Matarile...

Otra de las comparaciones recurrentes estos días en lo que respecta a la odisea del Titan ha sido la del Kursk, el submarino ruso que se hundió en las aguas del mar de Barents en agosto del año 2000. También entonces hubo polémica y un revuelo comprensible en la opinión pública. Entonces, a lo largo de aquellas largas jornadas de verano, a medida que se agotaba el oxígeno en el interior de la nave y se desvanecía el sonido de los golpes metálicos dados por los marineros como señal de socorro, fuimos enterándonos de la verdad. Fuimos sabiendo que por parte de Putin y de su gobierno no había demasiado interés en reflotarla ni en salvar a su tripulación. Fuimos dándonos cuenta de que había otros objetivos por encima de ése, otras prioridades, en definitiva, que se prefería dejar el Kursk donde estaba, abandonarlo en el lecho del océano con tal de ocultar el motivo del accidente y, sobre todo, las consecuencias estratégicas y medioambientales derivadas de la explosión de un submarino nuclear.

En el fondo del mar, Matarile...

Sí, es difícil acertar con las previsiones cuando se trata de la voluntad de los hombres, siempre que está en juego su reputación, su buen nombre, su expediente, su hoja de servicios, su fortuna, su papel en el mundo o un proyecto concreto y ambicioso que nadie deba revelar. No es sencillo adivinar cómo van a reaccionar aquéllos, deducir si, en caso de que ocurra otro hundimiento o desaparición, explosión o naufragio, los responsables directos van a intervenir de inmediato, van a bajar allí abajo, van a poner todos los medios a su alcance para ayudar, para salvar, para rescatar, para recuperar lo perdido y a los perdidos.

Y es que a veces, como en los ejemplos del Kursk o de todas esas embarcaciones que se van a pique en el Mediterráneo, se decidirá olvidar, desoír, mirar hacia otro lado. En cambio, en otros como el Titan se optará por actuar. Y aunque a nosotros, tan lejos del lugar, tan cándidos en nuestra ignorancia, nos parecerá injusto, nos parecerá poco ético ese comportamiento tan dispar, seguramente con el tiempo nos acabaremos enterando de que tampoco en esa ocasión hubo una obligación contractual, ni simpatía hacia unos millonarios, ni solidaridad con otros seres humanos, sabremos que el verdadero interés que había detrás de todo eso, lo que motivó el viaje del batiscafo y la búsqueda posterior a su implosión fue, acaso, una inquietud científica, o un desafío tecnológico, o un proyecto de investigación, quizá esa curiosidad que estimula a los hombres y que a menudo da lugar a ciertos hallazgos o descubrimientos, que arroja resultados o datos empíricos sobre la resistencia del casco de un sumergible a la presión de un inmenso volumen de agua, o sobre la resistencia de un cuerpo humano metido en un habitáculo minúsculo a 4.000 metros de profundidad, o sobre el intervalo que puede soportar un organismo después de que se haya agotado del todo el oxígeno que lo mantiene con vida.

“Claro”, nos diremos entonces, “ahora lo entiendo”, pensaremos, “también a ellos los utilizaron en cierto modo”, concluiremos con una mezcla de angustia y perplejidad el día en que por fin lo sepamos. Y en ese momento recordaremos estas semanas de junio, este principio del verano del 2023, nos acordaremos de los tripulantes del Titan y de todo el dispositivo organizado para su rescate. Y si bien es verdad que no sentiremos lástima por personas que nunca llegamos a conocer, que nunca nos importaron nada, evocaremos su destino aciago y notaremos en nuestro interior una sensación extraña, una especie de desasosiego. Nos preguntaremos en silencio qué nos pasaría a nosotros, si nos vendrían a auxiliar en la situación que fuese, si a alguien le interesaría salvarnos y por qué motivo, con qué pretexto, para qué. Nos preguntaremos con un atisbo de temor si formamos parte del grupo afortunado que termina saliendo a la superficie gracias al esfuerzo de otros, o si pertenecemos por desgracia a ese porcentaje de individuos, a esa legión de almas que se ahogan sin remedio ni misericordia, que se hunden en un océano para toda la eternidad.

En el fondo del mar,

Matarile, rile, ron, chimpón.