Llegará un día que nuestros recuerdos serán nuestra riqueza. (Paul Géraldy)

Vamos acercándonos al ancho otoño de España y recuperando el progresismo conservador, las estadísticas y los sofismas disparatados de nuestra socialdemocracia, corroborando la tediosidad y gramatiquería que impera en nuestra política y en los espejos de Estrasburgo y Bruselas. Se mantienen las utopías en tintas planas, y conviene recordar que se está posicionando el monólogo de los hechos, que es más peligroso que el de la palabra. Desde las esferas políticas se está enervando al ciudadano despojándole del deseo de participación, dando paso, ante su inhibición, al riesgo de conformar gobiernos con connotaciones autocráticas. Nuestros sentimientos empiezan a ser los sentimientos mudos de la ciudadanía decepcionada. Hace tiempo que nuestra sociedad dejó de sentir simpatía por quienes se ofrecen a gobernar el país. Nos limitamos a votar lo que consideramos el mal menor, con evidente apatía y confusión. Debemos salir de nuestras crisálidas, sin ese temor a vivir que con frecuencia nos hace aplebeyar lo más noble de la existencia. No olvidemos que cada decisión de nuestra participación política debe demandar al poder no ejercer en exclusiva los destinos de nuestras vidas. Según cumplimos años comenzamos una limpieza de cuanto nos resulta secundario, y dejamos que nuestros propósitos de síntesis configuren nuestros descartes vitales.

Comienza para Sánchez, tras la mendicante y fantasmal propuesta de Feijóo, el baile nupcial del ave clueca, pretendiendo atraer la ayuda interesada y precisa para mantenerse en el poder. Dependen de esta danza un montón de ministros, los cuales arrastran a su vez una turba de cargos y amigos nombrados a dedo, incapaces de deslumbrarnos por su estatura moral e intelectual. Pese a la contaminación que supone para la democracia, nuestro presidente ha extendido en su mercadillo una sábana de inconsecuencias con dudosas ofertas, cuyos precios están aún sin definir. Si la amnistía exprés que demanda Puigdemont sale adelante, llegaremos a la conclusión de que la ley se parece cada vez más a la cinematografía, en la que todo se puede ofrecer al espectador.

Mientras el talante de Zapatero fue su pueril optimismo, el de Sánchez se caracteriza por el monólogo y la resistencia ciega, guiada por la incapacidad de abandonar su puesto de abanderado del triunfo y la verdad. La Generalitat ya no sabe no ofender a quienes se apartan del “procés” y miran con buenos ojos a “un Estado opresor”. En este país del sí y del no, de lo bueno y de lo malo, y con una política que adolece de astigmatismo y miopía, el problema catalán no se resolverá bloqueando un referéndum ni practicando, por ambas partes, la soberbia y la violencia. Este conflicto tendrá que salir de la niebla en la que se le ha sumergido para intentar que no desborde a la Moncloa. Es escalofriante observar en las militancias ideológicas cómo el antagonista deja de ser un ser humano con todos sus derechos. El odio ideológico muta con frecuencia en el transcurrir del tiempo y reinventa sus coartadas de inversión de valores.

Los retóricos del camelo practican la exposición de las palabras más simples con las palabras más complicadas y el abuso de lugares comunes; todo ello envuelto en una agresividad que con el lazo del progresismo encubre las más espinosas cuestiones. En la escombrera de la época que vivimos, se posicionan los intereses particulares ante la transparencia y la justicia, y esto resulta preocupante para la salud de la democracia. Conviene recordar que, en nuestra sociedad, la medida de la culpabilidad de sus males es diversa, sea por cooperación o por dejación y abandono, a la vez que siguen quedando muchos perdones vagando en el aire que respiran las víctimas de la violencia. La historia de cada pueblo viene influenciada por un vago determinismo que lleva a adoptar determinadas posturas. La reflexión da lugar a la modificación del pensamiento consciente, que nos conduce a buscar la verdad de la vida.

En España tenemos un nuevo prejuicio, que es el de creer que ya estamos libres de prejuicios, como idea políticamente correcta que no termina de encajar con la realidad de una ciudadanía que sigue sumergida en ellos. En el trayecto elemental de nacer, vivir y morir, nos empecinamos con demasiada frecuencia en tomar el erróneo camino de la violencia, que es el peor de todos los remedios para resolver un problema; la fuerza acaba siempre volviéndose contra la fuerza. Las guerras y el terrorismo bloquean toda empatía y siguen despachando seres humanos que dejan de verse como tales, cosificándolos como goles y dejando de ver en ellos toda su capacidad de generar proyectos y emociones. Es despreciable cualquier militancia que impida a una persona ver en otra a un semejante; no hay coartada válida ante esta degeneración de la humanidad. El hombre, desde su origen, se siente seducido por una eterna pugna maniquea entre el bien y el mal. En puridad todo obedece a este enfoque en el que el ser humano vive en un constante deslindar entre ambos caminos.

A este respecto, aportan confusionismo las incesantes acechanzas del erotismo y la violencia que se extienden por las redes sociales, acabando de sepultar cualquier candor. Reina la unilateralidad y la obstinación para enfocar el mundo, constatando la decadencia renqueante de esta época en la que está sumergida una nueva generación que nos lleva a reflexionar sobre la sentencia con la que Ortega manifestaba que no es tanto el paisaje en el que se vive el que hace al hombre, como el paisaje en que se vivió de niño y que actúa con determinismo en su futuro. Conviene recordar que estamos enseñando a normalizar una sociedad en la que el anciano, bajo un enfoque holístico, es una víctima cuya aspiración, al perder su utilidad social, es caer fulminado por un ataque al corazón, como forma evolucionada y moderna de morirse. No hay lugar para los viejos que frenan a una sociedad dinámica; la soledad es, irremisiblemente, su destino.

El mundo está organizado para gente sana. Nos alejamos del enfermo, el viejo y el muerto, tal vez por nuestra propia decadente enfermedad de sentido práctico y vacuidad, tan carentes de rémoras de infancia. Cuando el ser humano ya no puede reconquistar el pasado, cuando ha subido todos los peldaños, hay un descenso progresivo; es el momento álgido en el que se precisa el amor de los seres más próximos; solo así se evita la debilidad íntima, la desesperación, el tedio y el conformismo. Hay una soledad elegida y bella y una soledad triste e impuesta, cuando llega la luz opalina del ocaso. El riguroso presente sigue demandando la ternura y humanidad que convierten el tiempo en algo fantástico.

También conviene recordar que, pese a ser miembros de la OTAN, detrás de la chistera del tío Sam hay una sombra de muerte. La guerra sigue albergando dentro del ser humano, como espantosa realidad de quienes combaten y de quienes, sin hacerlo, sufren las consecuencias de esta cruel abyección en su manifestación universal; querer ser espectador por diletantismo es hacer un uso erróneo de la libertad.

Por contraposición, conviene tener presente que hay un espectáculo diario de gratas instantáneas, recordándonos que el amor es superior a la vida misma. Precisamos mantener intacta la dignidad para no sentir la desnudez de la vida, siendo conscientes de que la sensación de felicidad solo se hospeda en las almas generosas.