De las objeciones contra la implantación de traductores del euskera, del catalán, del gallego en las Cortes se han dicho las siguientes.

Es una pérdida de tiempo

¿Lo es? Lo que es pérdida de tiempo es discutir aquello en lo que nunca se pondrán de acuerdo, se hable como se hable y en la lengua en que se haga. “Hablando se entiende la gente” no es aplicable a los políticos. Pues, incluso, aunque piensen y entiendan lo mismo de una cuestión, siempre tendrán el prurito de decirlo de modo que parezca lo contrario.

Es un despilfarro económico

Un traductor cuesta 555 euros al día, más dietas. El congreso actual apechugará para la traducción del vasco y del catalán un monto de 300.000 euros. ¿Para qué tal dilapidación? A fin de cuentas, ¿en qué mejora el trabajo del político en las Cortes con traductores simultáneos? Saber que van a ser traducidos, ¿perfeccionará sus discursos y sus argumentaciones? ¿Serán más educados? ¿Se respetarán más las lenguas traducidas? Y no hay que olvidar que las traducciones las paga el erario, no el talonario del político.

Es un esfuerzo inútil

Pero no, porque se diga que es inútil porque “no se entienden incluso hablando la misma lengua”. Es verdad, sí, que los políticos hablan la misma lengua, pero no atribuyen el mismo significado a las palabras que utilizan cuando dicen “España, amnistía y referéndum, incluso, constitución”. De ahí la inutilidad de utilizar el mismo léxico cuando su semántica política es tan diferente, cuando no contradictoria. Sus niveles de comprensión, tanto de las ideas explícitas como implícitas, son muy buenos, pues sus posiciones ideológicas dependen de lo que diga su opositor. Si él dice A, yo B.

Nuestros políticos no padecen el síndrome de Pisa. Es cerrazón mental. Les sabe mal, incluso, estrechar la mano de sus oponentes. En Aragón, la presidenta de las Cortes aragonesas negó su mano protocolaria en una recepción a Irene Montero. Así que, mientras exista este odio físico, es inútil pretender que el adversario te haga caso, le hables en euskara y se lo traduzca divinamente el Paráclito, o sea, el Espíritu Santo.

Odio a la lengua

Odian la lengua de los otros por los mismos motivos que estos la aman. Pues ambos han convertido la lengua en fetiche. Aceptan que la lengua crea la realidad y no es así. Se limita a organizarla. Atribuir a la lengua propiedades identitarias, que van más allá de la función organizadora de la realidad, es elevarla a categoría clave de la identidad nacional, pensando que, destruyendo su lengua, liquidan el argumento principal de la construcción del edificio de esa nación. ¿Muerto el perro, acabada la rabia? Para nada. De hecho, analicen la historia de la masacre hecha contra el euskera, que hasta parecía muerta matada en tiempos de Unamuno. Y el ímpetu independentista sigue más fresco que nunca.

Cambiar la concepción de lo que sea la lengua que hablamos y la función que cumple en nuestras vidas, ¿solucionaría este enfrentamiento entre quienes hacen de la lengua la base fundamental de su identidad nacional? Entiendo que sí. Y ello afectaría a quienes hablan la lengua dominante, el español, como a los que no. Porque tanto unos como otros transfieren a la lengua que hablan la raíz de su identidad nacional. Pero la raíz de este mal rollo histórico está en otro lugar. Lo está en el cerebro del ser humano.

Este no es “lo que sea” por hablar español, catalán o euskera o, como dicen algunos, “pensar en euskera o en español”, versión mentalista del asunto. La sintaxis de una lengua no tiene que ver con las pasiones humanas. Colorear de forma psicológica las características lingüísticas del euskera y transferirlas al comportamiento del ser humano es una ingenuidad interpretativa. Ya no digamos deducir de dicha calificación lingüística consecuencias en el plano de la política. La realidad es contundente. No todas las personas que hablan euskera son independentistas y, si lo son, no lo es porque hablen euskera. Los hay que, no hablando euskera, lo son, mientras que sujetos que sí lo hablan son más españolistas que C. Iturgaiz, que habla euskera. Hay muchas maneras de amar la patria, sobre todo si esta es una destilación emocional. Pero pensar que se la ama más por hablar una lengua determinada es de imbéciles.

Retomando el asunto de los traductores recordaré que su presencia en las instituciones del Estado es muy antigua, Desde 1513 a 1835 en la denominada Real Chancillería de Valladolid existía la Sala de Vizcaya. En ella, se resolvían las apelaciones de tipo civil y criminal que las Justicias del Señorío de Vizcaya y juicios en primera instancia concurrían de los que vivían fuera del territorio foral.

Hay que indicar que estos percances los resolvían aplicando el Fuero propio por el juez Mayor de Vizcaya. No sólo. Disponían de traductores en vascuence favoreciendo la comunicación entre quienes no supieran castellano. Que, luego, se los condenase a muerte o a pagar multas imposibles de satisfacer, es otra historia. Pero ya ven. En las monarquías absolutas y totalitarias de los Austrias y de los Borbones se permitía la traducción simultánea sin que esto generase ninguna tragedia, ni fuese una concesión gratuita a los “vascos” irredentos. Ni, por supuesto, una muestra de consideración a la lengua vasca. Tampoco hay que ser ingenuos. Pero bien podían haber prescindido de tales traductores. No lo hicieron por pragmatismo. Un utilitarismo que en las primeras décadas del siglo XX desaparecía en las autoridades españolas. Los habitantes del norte de Navarra se las verían fatal para que los nombramientos de los notarios en ese espacio geográfico recayeran en personas bilingües.

Y en esto no parece que el panorama haya cambiado. Porque el origen del problema sigue estando donde empezó: en la utilización de la lengua con fines que le son ajenos, cambalache que no sucedía en aquella Sala de Vizcaya aludida. No padecían de la idea de asentar la base de la identidad política en la identidad lingüística. Cosa que no sucede hoy. Si no, ¿de qué iba a molestar que en las Cortes el euskera sea traducido? Si el hecho de traducir el euskera se redujera a eso, a un trasvase semántico y no a un implícito reconocimiento político de Euskadi como nación, ¿creen, ustedes, que Vox y compañía se iban a revolver contra ello como culebras de agua dulce?