La noticia saltó a los medios de comunicación a principios de septiembre. Un grupo de estudiantes de Magisterio de la Universidad de La Rioja comenzaba el curso lanzando en el whatsapp lindezas de este tipo refiriéndose a sus compañeras y compañeros de pupitre: “Últimamente son todas muy putas”, “Hay que partirles las bragas”, “No se aceptan mariquitas en Magisterio”… Muchas personas nos hemos indignado ante estas declaraciones y llenado de estupor al pensar que personas con semejantes actitudes y valores puedan entrar un día en un aula de un centro de enseñanza donde se supone que se trabaja para formar buenos ciudadanos y excelentes personas.

Ramón Sánchez, presidente del Consejo de Estudiantes de Magisterio, ha recalcado que “es algo marginal que no representa a los estudiantes de Magisterio”. De acuerdo, ¡faltaría más! Sin embargo, las declaraciones del rector Juan Carlos Ayala me parecen más preocupantes dado que invita a “hacer una reflexión sobre la normalización de este tipo de conductas”. Es decir, que no son tan minoritarias y esporádicas como podríamos pensar. Parece ser que en algunos círculos se ha creado un clima –afortunadamente minoritario– donde se convive con el manejo y banalización de este tipo de comentarios machistas y homófobos. Y hay que llamar la atención sobre estos usos del lenguaje porque revelan toda una mentalidad y una manera de ver el mundo. El lenguaje no es inocuo, es un instrumento mucho más peligroso de lo que pudiera parecer a primera vista. Su uso delata no sólo nuestro nivel cultural, sino nuestra talla moral. Pero, además, determinados usos del lenguaje provocan cambios y consecuencias en la realidad. Estas expresiones que podrían llevar a pensar que “no es para tanto” forman parte de un todo muy alarmante. Así lo ha expresado Rosa Montero en un reciente artículo: “que un baboso te plante un beso en los morros sin que tú lo quieras no es ni mucho menos tan grave como ser violada y degollada en un callejón. Pero, por muy distantes que estén, ambas cosas forman parte de un mismo marco de valores”.

A estos datos se suman otros que nos alertan de una situación preocupante. Eduardo Esteban, fiscal coordinador de menores, comenta que la memoria anual de la Fiscalía General del Estado ha alertado de una “explosión delictiva” entre la juventud nunca antes vista. Por otro lado, el porcentaje de jóvenes entre 15 y 19 años que tiene ideas antifeministas o que piensan que es “un invento ideológico” ha crecido del 12% en 2019 hasta el 20% en 2022. Y sospecho que la homofobia no andará lejos de arrojar una estadística similar. Poner coto a esta lamentable situación no es fácil y requiere el concurso de los poderes del Estado, de las familias, de los maestros y profesores y de la sociedad entera. Hoy está muy extendida la tendencia a diluir la responsabilidad de estos tipos de conducta apelando a las desigualdades sociales y a los problemas familiares. No niego que sean serios condicionantes, pero tengo que decir que he conocido mucha gente, de humildísimo origen, con serios problemas y, sin embargo, de una conducta moral recta e intachable.

He titulado este artículo “Atención, ¡educadores!” pero, ojo, que nadie haga una lectura restrictiva: educadores o deseducadores somos todos. Educan los padres que regulan a sus hijos e hijas el uso de móviles y ordenadores y deseducan aquellos que los dejan navegar a discreción, sin orden ni criterio. Educan aquellos periodistas que hacen un esfuerzo por una aproximación objetiva a los hechos verificables y deseducan aquellos que propalan falsas noticias y tergiversaciones interesadas. Educan aquellos políticos que son capaces de anteponer el bien común a los intereses de partido y deseducan aquellos que practican una oposición de tierra quemada, de negación sistemática ante cualquier propuesta del partido gobernante. Educan aquellos médicos que explican que un embarazo no es una enfermedad y deseducan aquellos que, para evitarse problemas, firman bajas a tutiplén, sin causa objetiva. Educan aquellos trabajadores cuidadosos y escrupulosos con los bienes públicos y deseducan los que presumen de no gastar en mantequilla porque trabajan en la cocina de un hospital. Educan aquellos entrenadores que fomentan una sana deportividad y deseducan aquellos que profieren rugidos del tipo “levántate del suelo, maricón”. Educan aquellos responsables de las leyes de educación que tienen el punto de vista orientado hacia la formación de personas y su educación emocional y deseducan aquellos que sólo centran el objetivo de la educación en crear trabajadores y consumidores “competentes”… Seguro que ahora a cualquier lector se le ocurrirá sin esfuerzo poner otros tantos ejemplos.

En repetidas ocasiones y desde distintas instancias se ha reclamado de los políticos un gran pacto nacional sobre aspectos básicos como la educación y la sanidad (dos armas muy potentes de redistribución y justicia social). Un pacto que vaya más allá de una legislatura y pilotado por profesionales de los sectores implicados. Pero los políticos hacen oídos sordos y parecen ir solo a lo suyo, anegados en sus particulares intereses partidistas. Como persona que he dedicado treinta y siete años a la educación de adolescentes, me ha gustado lo que ha declarado Fernando Trueba: “Hay tantas cosas que criticar de los planes de estudio… yo no sé quiénes los hacen, probablemente ahora ya los hacen las empresas. Desde luego, no se hacen planes de estudio para hacer personas, ni para formar a la gente ni para hacerla mejor. Ahora mismo se hacen para crear productores y consumidores, y esto es muy triste”. Digo que me ha gustado mucho lo que dice, pero sobremanera porque quien lo dice no es maestro ni profesor ni pedagogo, sino director de cine. Que también estos deben ser considerados educadores.

Así que, queridos amigas y amigos, el horno no está para bollos y el panorama que tenemos ante nuestros ojos bien requiere que hagamos un alto en el camino y una seria reflexión para coger una senda distinta si queremos dejar al final de nuestra vida un mundo un poco mejor que el encontrado. No vamos bien y tendremos que rectificar. No estaría mal empezar por revisar nuestros valores, nuestros estilos de vida, medir el grado de conformidad que tenemos con nosotros mismos… Probablemente necesitaríamos silencio, meditación, ciertas dosis de espiritualidad, un cambio, una conversión, aquello que los griegos llamaron “metanoia”.

*El autor es exprofesor de Humanidades