Hace pocos días falleció un familiar cercano diagnosticado de ELA. La esclerosis lateral amiotrófica (o ELA) es una enfermedad que afecta al sistema nervioso central. Como consecuencia de ello se va produciendo una debilidad muscular que se va extendiendo de una parte del cuerpo a otra. La persona ve cómo se va limitando su autonomía de movimientos, en el habla, la propia respiración y la capacidad de deglutir los alimentos. Mientras todos estos cambios se van produciendo , los sentidos, la capacidad de razonar y la visión se mantiene. En todo este proceso la persona afectada va necesitando para seguir viviendo, conforme pasan los días, la ayuda de su entorno volviéndose cada vez más dependiente.
Según los estudios publicados la ELA tiene una incidencia de 1,5-2 nuevos casos por año por cada 100.000 habitantes (se diagnostican 3 nuevos casos por día en el Estado). El número total de pacientes con ELA en España es aproximadamente de unos 4.000 casos.
Pero es que la ELA cuando llama a las puertas de una casa ya no abandona al paciente hasta su fallecimiento. Hoy en día la esperanza de vida es de 3 a 5 años. Como ocurre en muchas enfermedades graves, cada persona es un mundo a la hora de afrontarla y ante un diagnóstico como la ELA lo primero que se puede sentir es desesperanza , el miedo por lo que puede llegar y la incertidumbre por todas las complicaciones que van a ir surgiendo.
Con igual intensidad sobre la persona afectada se va generando un sentimiento de culpabilidad por el trastorno que todo ello va a ocasionar en su entorno familiar más cercano. El silencio y la tristeza se adueña de casi todo, de su día a día. No se trata de iniciar una lucha sin cuartel contra la enfermedad, pues por desgracia y en la inmensa mayoría de los casos el final está escrito. El enfermo tiene derecho a quejarse, a llorar sólo o en familia, a deprimirse. No se le puede pedir ser un ejemplo de entereza y pelea, como si una actitud positiva por si misma fuese suficiente para superar o retrasar las consecuencias de la enfermedad. Lo que sí se puede hacer es acompañarle, prestarle apoyo emocional, facilitar los medios que permitan que este transito sea los más humano posible, pues ello le permitirá estar lo suficientemente tranquilo para aceptar la situación y en la medida de lo posible disfrutar de aquellos momentos en que se sienta arropado.
Pero para que todo esto ocurra es necesario tener un entorno familiar que pueda ofrecérselo y como suele ocurrir en las denominadas enfermedades raras, aquellas cuya prevalencia es inferior a cinco casos cada 100.000 habitantes, se necesita contar con unos recursos económicos para atender a estos pacientes. Así la capacidad económica de cada afectado abre un abismo entre los que se pueden costear un cuidador profesional, mejorando su calidad de vida y la de su entorno, de los que no. Y esta segunda posibilidad es la de la mayoría. Según los cálculos de diversas asociaciones, en una fase intermedia de la enfermedad, los gastos a los que una familia debe de hacer frente para que el paciente tenga la asistencia y los cuidados que necesita tienen un coste aproximado de entre 35.000 y 40.000 euros al año, más las adaptaciones que se deben de realizar en los domicilios con las limitaciones de espacios físicos que en determinados casos son de imposible o muy difícil solución.
Las enfermedades raras suelen ser muy crueles para quienes las sufren y para las familias, pero pueden llegar al extremo cuando las personas que son diagnosticadas no cuentan apenas con apoyo familiar o amigos y/o cuando su situación económica no permite afrontar los gastos que estas enfermedades conllevan o hipotecan toda una vida.
En el caso de nuestro familiar y una vez aceptada la enfermedad con todo lo que ello conlleva, nos queda el recuerdo de cómo cada vez que estábamos con él y le hacíamos compañía, le solucionábamos un pequeño problema, nos juntábamos en torno a una mesa o le aliviábamos el dolor, respondía con una expresión de sincera y profunda gratitud. Una gratitud nacida de lo más profundo por esas pequeñas cosas que alegraban su día a día y le daban vida. Es una emoción fuertemente relacionada con la salud mental, la satisfacción vital, el optimismo, la autoestima, las relaciones sociales y la felicidad que perdura a lo largo de la vida y que en este caso nos acompañó en este tránsito, siendo un bálsamo cada vez que nos la ofrecía.
Nos queda el recuerdo de un familiar que ya no está, de unas vivencias que con el tiempo se irán diluyendo, pero lo que si perdurará, como aprendizaje de vida, es la dignidad en el morir que nos supo transmitir y ese sentimiento tan humano y anclado en lo más profundo de nuestra condición, que aún en estas circunstancias tan duras y especiales puede llegar a aflorar como fue su gratitud.
En memoria de Josetxo.