Ya no se enseña a argumentar y el debate público está dominado por lenguaje soez, ataques verbales, insultos, etc. El deseo de obtener la razón de una manera poco honesta nos vuelve a algunos ciudadanos cansados y desconfiados. Existe en mí un sentimiento de que no le va muy bien a la civilización de la argumentación. El arte de persuadir mediante el razonamiento parece pasado de moda y la capacidad de debatir con educación y racionalidad escasea. Así, recurrimos a los insultos, normalmente pronunciados subiendo el volumen de la voz, incluso gesticulando y repitiendo expresiones inconexas. Para muchos, es importante prevalecer, reducir a los demás al silencio, incluso mediante la intimidación verbal o no verbal. Ni siquiera el lenguaje de los políticos escapa a ello.
El insulto en su forma política esencial es una agresión –éste es también el significado de “insultar”: “saltar”– que consiste en disminuir el honor, el prestigio, la gloria… del oponente, golpearlo en el corazón, en su propia imagen, para comunicar desprecio. El insulto típico es el que reduce al enemigo a menos que un ser humano, cuestionando su cualidad, o mejor aún, comparándolo con la basura, el desecho, el desperdicio, el residuo –por citar solamente algunos de los sinónimos de uno de los significados de la “escoria”–, es decir, poco más que la nada.
Se podría pensar que la democracia y el debate parlamentario eliminarían la necesidad de personalizar la política, transformándola en un campo de funciones de poder donde se debatieran ideas o intereses o proyectos, fuerzas históricas, horizontes ideológicos, etc. Todo eso se podría pensar en un mundo adulto, educado, mayor de edad, en el que hay lugar también para la relación de adversarios o contrincantes pero que no incluye la descalificación o el desprecio hacia el adversario. En la política no debería haber lugar para el infantilismo y las malas palabras. Nada menos cierto. Cuanto más nos adentramos en la modernidad, más acalorada se vuelve la controversia política y el insulto descalificador.
El insulto es una forma de violencia política que dice poco de quienes son insultados y mucho de quienes insultan. En una democracia como la nuestra, o en un debate parlamentario entre nosotros –que no estamos en un estado de guerra, de conflicto abierto, de revolución– no debiera haber lugar para el insulto, para la violencia verbal, del mismo modo que no hay lugar para la violencia física.
La discusión de ideas y opiniones, por muy apasionadamente que se defiendan, no puede ser reemplazada por un ataque a las personas. Si esto sucede, nos encontramos ante un tipo de insulto que puede preocupar: el insulto irresponsable –que ignora el riesgo de que la violencia verbal pueda desencadenar otras tormentas de crispación o encender fuegos–.
Abstenerse de ello sería un gesto de sobriedad, tolerancia, civismo, buenas maneras. Aunque la política no es siempre una “cena de gala”, una “conversación civil”, no es del todo seguro que la vulgaridad y la violencia verbal la hagan interesante, tampoco admirable, mucho menos intensa y profunda. La grandeza del debate, por ejemplo y en este caso, parlamentario no resuena en los insultos. En todo caso el insulto es la degradación de una política pequeña, de unos tiempos pequeños…, de un debate pequeño, de una democracia pequeña.
Y, aprovechando la ocasión, sí constato en el debate de los políticos un vocabulario cada vez más restringido, discursos hechos con palabras demasiado sencillas, con muchas frases hechas, lemas de moda, malas palabras, fórmulas manidas no para un salón del debate parlamentario… sino para el comedor de la televisión… Un idioma tosco, banal, elemental, casi infantil, que multiplica las palabras vacías y que también comete errores. La crisis de la política también reside en la crisis de su lenguaje tantas veces agresivo, elemental, simplista, hecho de chistes manidos y palabras efímeras que se centran en las emociones, los instintos, los impulsos. Así se desacredita y paraliza… incluso el arte de la buena política.