Hace unos días, la nueva presidenta de la Federación de Peñas de Pamplona, Rakel Arjol, declaró en una de sus primeras intervenciones que ella prefería unos Sanfermines sin toros. Las palabras valientes de Arjol despertaron enseguida una expectación mayor de la habitual, tanto por su significado como por el hecho de haber sido pronunciadas por una mujer. Esa respuesta social y mediática ha dado pie a que vuelva a plantearse, aunque sólo sea con carácter oficioso, el debate, siempre cerrado en falso, sobre la posibilidad de una fiesta diferente.

Una de las reacciones a las declaraciones de Arjol ha consistido en abrir distintas encuestas y consultas no vinculantes en los medios de comunicación y en otros foros. Esa iniciativa resulta oportuna y podría ser constructiva, si no fuera porque la cuestión planteada, la pregunta formulada en la mayoría de los casos, “¿con toros o sin toros?”, es simple, superficial, frívola y, sobre todo, cobarde.

No, el asunto no puede despacharse así. El tema es lo suficientemente serio como para que la cuestión o cuestiones de esa posible consulta ciudadana se preparen con rigor, de manera muy específica y con un mínimo de honestidad. La pregunta no puede limitarse a esa disyuntiva simplificadora, “¿con o sin?”, debe ser mucho más amplia y ambiciosa, debe concretar en qué consisten unos Sanfermines con toros, debe recordar que eso supone aceptar el maltrato animal que conllevan sobre todo las corridas y en menor medida los encierros. Cualquier planteamiento que escurra ese bulto, que lo rodee sin acometerlo, que no entre en el meollo, queda desacreditado desde el principio. Cualquier abordaje interrogativo que no se atreva a llamar a las cosas por su nombre, que permanezca en la orilla del gran tema sin meterse en él, como una persona con miedo al agua al borde de un río, será tramposo, inútil, será un intento más de huir de la realidad, de no querer oír la verdad.

Claro, no hay mejor método para rebasar unas brasas que pasar de puntillas sobre ellas. La única forma que tienen los defensores de la tauromaquia de salir airosos del debate es dejando que asome un poco la cabeza de vez en cuando, como ocurre estos días, permitiendo que se hable o se escriba tímidamente sobre él, empujándolo hacia donde les interesa a través de formulaciones simplistas, manteniéndolo lejos de donde duele. Y es que, si su modo habitual de referirse a la matanza es a base de eufemismos como “ir a los toros”, o la “fiesta nacional”, o “el arte de la tauromaquia”, es decir, expresiones lingüísticas que funcionan entre ellos igual que contraseñas y que les permiten mencionar el asunto sin describirlo en profundidad, sin definirlo en su esencia, sin verse salpicados por el drama de su verdadero sentido; si su manera de asistir a ese espectáculo cruel es sentándose a cien metros de la arena, muy lejos de la barrera, pues a una distancia corta vomitarían y se desmayarían como princesas de cuento, su estrategia para lograr que perdure, que no desaparezca a pesar de ir en contra del signo de los tiempos, es tolerar un cierto nivel de cuestionamiento cada varios meses o cada varios años, unas cuantas encuestas y consultas públicas, inofensivas y triviales, cuya repercusión se desvanece rápidamente por su propia mediocridad.

Aun así, hay motivos para el optimismo. No en vano, el revuelo de estos últimos días se ha debido a las palabras de Rakel Arjol, a su manera inteligente de sugerir, como ya hizo hace tiempo Joseba Asirón, entonces y ahora alcalde de Pamplona, que unos Sanfermines sin toros son imaginables, deseables, posibles. Hay razón para el optimismo en el hecho de que sea una mujer quien presida la Federación de Peñas, en el hecho de que aborde el tema y se pronuncie con claridad sobre él, y en el modo tácito y respetuoso en que está indicando el camino a todos aquellos que estén dispuestos a entender las señales.

El autor es escritor