“No nos resignaremos a contemplar el fin del mundo, impotentes, aislados y encerrados en nuestras casas. Necesitamos aire, agua, tierra y espacios liberados para explorar nuevas relaciones tanto entre los humanos como con el resto de seres vivos”.

Les Soulevements de la Terre.

Estamos al borde del abismo. Somos testigos y protagonistas de nuevas revelaciones, acontecimientos que auguran un final de los tiempos. Al menos de los presentes. Todo parece indicar que sea así. La sociedad culpabiliza al pobre de su pobreza; el individualismo justifica la insultante desigualdad. En la carrera hacia el éxito la solidaridad es un estorbo; se deshumaniza a las personas de cualquier signo y convicción enfrentándolas entre sí. El sistema tecno-industrial sigue con ese plan nihilista que no conlleva otra cosa sino la destrucción de la vida en el planeta. Y, consecuentemente, hace de sus propios desastres un negocio inmenso con el subalterno beneplácito de quienes se presentan aparentando ser en muchos casos agentes antagónicos de sus intereses. (Sírvanos de ejemplo la denominada transición ecológica y digital del Pacto Verde Europeo: un pintado de cara de las multinacionales del gas y del petróleo; principales impulsoras de las energías llamadas renovables, puesta la previsión en unos cortoplacistas, ingentes, beneficios a la vista).

Los daños colaterales que genera esta loca carrera, por otro lado, conllevan frustración, insatisfacción, infelicidad, destrucción y muerte, afectando cada vez más tanto a seres vivos como al territorio que habitan. Bien pudiera afirmarse, por lo tanto, que la colonización de las mentes comunitarias de antaño, de su imaginario, ha convertido finalmente en rehenes a las sociedades del presente en espera de esa nueva escatológica, excrementicia y porfiada revelación que haya de sernos dada por mor de una futurible prospectiva ideo-científico-técnica basada en el individuo egotista y su afán de consumo.

Y ante este lúgubre panorama, ¿qué se puede proponer? No, desde luego, las viejas opciones de siempre, bien sean socialdemócratas, comunismos de diferentes autenticidades y procedencias, sindicalismo, de ayer y hoy, o nuevas alternativas rojas, verdes y negras. Un déjà vu en su más que persistente redundancia.Y al respecto, ni siquiera en esto, dada la opinión del filósofo italiano Roberto Esposito, habrá de encajar las propuestas del neocomunitarismo, principalmente, que surgiera tras las fallidas experiencias de la tradición comunista: “En efecto, para todas estas filosofías la comunidad es un pleno o un todo (justamente el significado original del lexema *teuta que en varios dialectos europeos designa la hinchazón, la ‘otencia y, por ende, la plenitud del cuerpo social en cuanto ethnos, Volk, pueblo)”.

La razón dada con anterioridad para ello es aquella que nos muestra cómo en ambos casos, del “comunismo ensayado” y de ciertos neocomunitarismos, la comunidad es concebida “como una cualidad que se agrega a su naturaleza de sujetos, haciéndolos también sujetos de la comunidad. Más sujetos. Sujetos de una entidad mayor, superior e inclusive mejor, que la simple identidad individual, pero que tiene origen en esta y, en definitiva, le es especular”.

Error que pone de manifiesto el que la cualidad de lo común nunca debiera ser apreciada unívocamente desde el individuo, radicando, en todo caso, en la propia dinámica establecida por la relación entre individuos que hacen de la causa común una necesidad y hasta obligación.

Cuando se ha pretendido llevar el interés comunitario de la realidad conviviente a la abstracción el resultado ha sido una ideológica confusión que entremezcla ciencia con creencia, y otros muchos aditamentos, en aras a la justificación de esas comunidades que no son tanto existenciales y espontáneas, como normativas e ideológicas (en la clasificación realizada en su día por el antropólogo escocés Víctor Turner). De haber sido sometidas a tiempo la revisión de las bases ideológicas del programa del socialismo científico por la lógica falsacionista (del racionalismo crítico popperiano, pero también de Lakatos) tal vez hubiéramos podido ahorrarnos más de un error, constatando la perversa influencia ejercida por la confusión entre ciencia y creencia en su societaria aplicación. Pero estamos hablando de ciencia y el marxismo como tal nunca lo ha sido. Siendo que al otro lado de esta polaridad, la hegemonía ideológica ejercida por las nuevas élites, a través de las clases medias, con la generalización de las nuevas tecnologías, ha posibilitado un aumento espectacular de los servicios al tiempo que drástica reducción del trabajo fabril y consiguiente industrialización agrícola que está acabando con el campesinado. Fenómeno que hace de las clases sociales de hoy nada tengan que ver con aquélla que Marx auguraba habría de exterminar al capitalismo; y, asimismo, escenario que, tiempo ha, adelantara André Gorz en dos de sus obras consideradas, entre nosotros, clásicas: Adiós al proletariado (Más allá del socialismo) (El Viejo Topo, 1981) y Los caminos del paraíso (Editorial Laia, 1986).

El resurgir del vínculo comunitario, siendo aquél que no tiene que ver con lo previamente establecido por la idea y norma política y jurídica –que como reflexión al menos en Rousseau, antes enfrenta que unifica–, en el estado actual de cosas sólo puede darse a partir de un verdadero sentimiento surgido de las diversas emergencias, entre las cuales la climática en modo alguno es la menor. Este es un sentimiento de emergencia también para sentar las bases de la existencia. Y siendo, en esto tan sólo, rousseaunianos, al respecto Esposito habrá de definir la “comunidad a la vez (como) imposible y necesaria. Necesaria e imposible. No sólo se da siempre de una manera imperfecta, sin alcanzar nunca su cumplimiento, sino que es comunidad tan solo de la falta, en el sentido específico de que aquello que nos acomuna –que nos constituye en cuanto seres-en-común– es precisamente esa falta, esa incompletud, esa deuda”. Una deuda participada por la parte espiritual, cultural, y no tanto, como algunos pretenden, de índole crematística y monetaria.

En definitiva, en palabras de Rousseau en Emilio, traídas hasta aquí también por el filósofo italiano: “La debilidad del hombre lo hace sociable; nuestras miserias comunes llevan a nuestros corazones a la humanidad: no le deberíamos nada si no fuésemos hombres (...). Los hombres no son naturalmente ni reyes, ni grandes, ni cortesanos, ni ricos. Todos han nacido desnudos y pobres, todos sujetos a las miserias de la vida, a los disgustos, a los males, a las necesidades, a toda suerte de dolores; por último, todos están condenados a morir. He aquí lo verdaderamente propio del hombre; he aquí aquello de lo que ningún mortal está exento”.

*Firman este artículo: Sales Santos Vera (con Itziar Madina Elguezabal, autores de ‘Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca’) y Julio Urdin Elizaga (autor de ‘Encuesta Etnográfica de la Villa de Uharte’)