No tuve esa opción. La de estudiar en euskera, quiero decir. Cuando era niño.

Corría 1965 cuando mis padres decidieron matricularme en el parvulario de las Dominicas. La única posibilidad, por otra parte, en aquella Villava en blanco y negro, pues no había aulas en la escuela pública, en Lorenzo Goicoa, para quienes contábamos con tres, cuatro o cinco años. Sí a partir de los seis, cuando ya comenzaba la escolarización obligatoria.

Así pues, primero monjas, y, después, escuela.

Es cierto que aquel mismo año se abrió la primera clase de la pionera ikastola de la posguerra, Uxue Ikastola, precursora de Paz de Ziganda y San Fermín, pero aquello quedaba muy lejos, física y emocionalmente, para mis progenitores.

¡Ay, qué habría sido, es y sería del euskera sin las ikastolas!

Así que no me quedó otro remedio que hacerlo ya de madurito. Lo de estudiar euskera, quiero decir. Cuando ya no era niño.

Afortunadamente, cuando decidí hacerlo, aprender euskera, digo, –libremente, pues fui totalmente libre para tomar esa decisión frente a esas voces que hablan machaconamente de imposición– todavía no era famosa esa juez de Vitoria que -¡sí, tal cual!- señaló que el euskera estaba entre las cinco lenguas más difíciles del mundo. Por suerte, digo… porque si no, me habría asustado y no me habría apuntado al euskaltegi.

Afortunado un servidor, desventurada ella…

Yo, pasados los treinta. Ellos no llegaban a los veinte. En total, unos ocho aprendices. Unos días más, otros menos, porque nunca estábamos todos. A las ocho de la tarde en una de las pequeñas salas de la vieja –ya desaparecida– Casa de Cultura. Un placer, no obstante, compartir tiempo y espacio con aquellos jóvenes, sentados en círculo, para aprender las primeras palabras.

Ni fulanito naiz, fue nuestra carta de presentación imitando las palabras de nuestro profesor. Algunos verbos, más adelante; después, nork-nori-nor; el ergativo... todo sin libros, hablando y jugando. La lengua convertida en juego. Sorprendente, de verdad, el método pedagógico. Entretenido, divertido.

Pero mucho más aún leer un libro como Kutsidazu bidea, Ixabel. Yo no fui, como el protagonista de esa novela, a un barnetegi, pero sí entendí perfectamente –me metí de lleno en su papel– sus vivencias y aventuras en el proceso de aprendizaje del euskera. Juan Martín, el personaje creado por Joxean Sagastizabal, se enamoró de la lengua y de Ixabel. Para mí, el mero hecho de ser capaz de leer esa obra en su versión original fue ya premio suficiente por haber aprendido el idioma.

Hube de tirar, eso sí, de lápiz, para subrayar, y de diccionario.

¡Qué enorme alegría sintonizar y entender Euskal Telebista o Euskalerria Irratia!

Shin Chan, Doraemon o Hirukiak –dibujos animados– junto a tus hijas ¡Una experiencia inolvidable!

Correr por los pueblos cercanos para ver a Txirri, Mirri eta Txiribiton o a Takolo, Pirritx eta Porrotx. O Super bat, o Betizu en la plaza del pueblo.

Y leer joyas como Lagun Izoztua de Joseba Sarrionandia, Sparako tranbia de Unai Elorriaga, Obabakoak de Bernardo Atxaga, Ezinezko maletak de Juanjo Olasagarre, Musika airean de Karmele Jaio, Haragia de Eider Rodríguez, Zorion perfektua de Andu Lertxundi, Labartzari agur de Txillardegi o Martutene de Ramón Saizarbitoria en la lengua escrita por ellos.

Y, por supuesto, todas las del pamplonés Aingeru Epaltza.

Por citar unas pocas obras. Por citar a unos pocos escritores.

Hoy se reivindica -–¡bienvenida sea!– la gratuidad de esas clases. Y es, también, la apuesta de Euskarabidea.

No recuerdo cuánto pagaba por cada curso, pero supongo que no era gran cantidad si no ha quedado grabada en mi memoria. ¿Y cómo valorar, además, todo lo obtenido? ¿Cómo cuantificar todo lo aprendido frente a su coste? Imposible… gana con creces, por goleada, lo recibido.

Eso es lo que me ha dado, entre otras muchas cosas, aprender euskera. Cuando era ya adulto.

Porque no tuve otra opción.

¿No sentís envidia?

¡Deberíais!

El autor es parlamentario de Geroa Bai