Mi hijo no camina. Tiene casi 2 años y medio, y una condición neurológica que, hasta el momento, se lo impide. Podría estar ciego, ser sordo, tener un retraso en el desarrollo cognitivo... o estar muerto. Y no lo está porque le salvaron la vida. De eso no me olvido, doy gracias cada día, lo he agradecido públicamente varias veces y también a título personal a quienes le han atendido desde que nació. Pero esa etapa ya pasó, y no camina. Debería estar, como otros niños de su edad, correteando, trepando y, por qué no, haciéndose sus primeras heridas de guerra, y no lo está. Tenemos esperanzas de que algún día lo haga, posiblemente a su manera, pero para eso se necesita mucho trabajo, continuado e intensivo, de su parte, de la nuestra y de fisioterapia.

Hasta ahora creía que se estaba haciendo todo lo que se podía, y supongo que será así, pero mi visión ha cambiado. Hemos dejado de recibir algunos tratamientos porque ya se habían cumplido objetivos, porque, según he sobreentendido, había ciertos “conflictos de competencias”... y, automáticamente, hemos decidido (primera vez en mi vida que lo hago) irnos a la privada. Nadie nos ha dicho que lo debíamos hacer (y mi yo de hace seis meses –reconozco que, por varios motivos, ya estoy a la defensiva– quizás ni se hubiese planteado hacerlo, porque generalmente he confiado en nuestro sistema público de salud y en que se nos estaba ofreciendo todo lo que se podía) pero, ¡oh sorpresa!, a muchos de los trabajadores sanitarios a los que les hemos comentado que estábamos buscando otros apoyos les ha parecido que hacíamos bien.

Estoy triste y desencantada. Me crié en una comunidad donde no se puede presumir de sanidad pública, a pesar de lo cual soy defensora de lo público a ultranza. Como navarra de adopción, estoy orgullosa de nuestro sistema sanitario, que conozco desde dentro... pero cada vez soy más consciente de que funciona gracias a la implicación de los trabajadores que lo integran, y no porque de manera estructural u organizativo sea excelente. En estos días pienso en qué hubiera pasado si no hubiésemos tomado la decisión de ir, por nuestra cuenta, a un centro de neuro-rehabilitación que, por otra parte, hemos buscado un poco a ciegas porque parece que está mal que un trabajador público dé referencias de un centro privado. ¿Nadie se hubiera mojado? ¿Nadie hubiera sido lo suficientemente valiente o realista para asumir que “se podía hacer más” aunque no nos lo podían ofrecer? Se me parte el corazón de ver la cantidad de niños que acuden a estos centros y, a la vez, no puedo dejar de pensar en todos los que, quizás por falta de medios, o por ignorancia, no reciben esta ayuda y se quedan a medio camino.

Quieren que tengamos hijos, ya que son el futuro. ¡Pues cuiden a nuestros niños, por favor, y cuiden a las futuras mamás, y a las recién paridas...! Carecemos de apoyos públicos suficientes para la crianza, la lactancia, la preparación al parto, la recuperación en el post-parto, y un largo etcétera (por no hablar de la conciliación, que es otro melón que merece uno o varios capítulos aparte). Dramas del primer mundo, sí. Es que es donde vivimos y donde queremos seguir viviendo... Aunque esté mezclando peras y manzanas, lo sé, me gustaría contaros que en este último mes hemos recibido en casa unas 10 cartas invitándonos a que escolaricemos a nuestro hijo en un centro público hablándonos de las bondades de los distintos modelos educativos disponibles, presumiendo de la pública. ¿Es necesario tanto despliegue? Señores: gástense el dinero en lo que verdaderamente importa.

Me gustaría que ésta fuese una carta en tono amable pero, como me dicen en casa, hoy me he tomado un café y estoy peleona. Y no me malinterpretéis, es una carta de agradecimiento, os lo aseguro, pero también es una carta en la que quiero gritar alto y claro que lo podemos hacer mejor.