La indiferencia es el apoyo silencioso a favor de la injusticia. (Jorge González Moore)

En este extremo de Europa, en este país de corazón tránsfuga donde el sentimiento se impone al pensamiento, donde preferimos la vida antes que la bolsa, donde tras prolongados sufrimientos se logró que cada pueblo español alcanzara la libertad, donde cada caserío conformó idealmente su árbol de Guernica, está extendiéndose como una plaga nociva el peligro de la apatía ciudadana hacia la política, facilitando al poder el manejo de las masas. Mientras Europa ha ido avanzando con la duda metódica, en esta patria genuina de lo blanco y lo negro, de la derecha y la izquierda, del cielo y del infierno, la duda es considerada como un síntoma de falta de empuje y de clara debilidad de carácter. Los jóvenes que estudiaron la etapa franquista en dos líneas de la asignatura de Historia han sabido que España terminó con la dictadura mediante una obra maestra de la democracia, aunque hubo voces que, no sin criterio, opinaron que su fecundación fue un pacto entre dos miedos, entre dos fuerzas contrarias neutralizadas por el deseo y necesidad de una paz duradera tras tanto horror vivido. Debemos recordar que la capacidad de pensamiento, la lucha por la libertad y el coraje ciudadano fueron los factores decisivos que terminaron con la dictadura y con su nacional catolicismo, con una Iglesia que, en los colegios, adoctrinaba a los niños sobre el pecado, recordándoles que para evitarlo debían dormir con las manos fuera de las mantas y de las sábanas. Un clero obsesionado con la masturbación, que durante décadas ocultó sus propios escándalos de pederastia, lanzaba estos turbios mensajes ante la inocencia de niños incapaces de entender sus maliciosos contenidos. Todavía quedan rasgos de la educación franquista, de su machismo y de una hipocresía que ha quedado como el mayor vicio de la Iglesia, en cuyas transformaciones polisémicas encuentra refugio, siempre con su prosa caliente y llena de claves. Pese a nuestros avances sociales, con la autoestima política devastada, seguimos persiguiendo un tiempo genesíaco de pureza y esperanza, escondido tras la némesis que padecemos y temiendo el advenimiento cleptocrático en el que prima el interés por el propio enriquecimiento a costa de los bienes públicos. El desistimiento, la resignación y la apatía ponen en peligro la democracia. El ciudadano, sumergido en una burbuja cuya única bandera es su núcleo familiar, prefiere desviar la mirada o cerrar los ojos ante la realidad de su entorno, viendo cómo el Gobierno convierte en enemigo a quien pueda disputarle el poder. Los evangelios de nuestros políticos no se pueden imponer a un pueblo culto con capacidad de ver pasar la peligrosa bruma de la autocracia. El mantenimiento y fortalecimiento de una democracia dependen en buena medida de la ética de la sociedad y de su espíritu crítico. El aumento exponencial de la polarización tóxica ha generado una abulia cuya consecuencia inmediata es el alejamiento del verdadero debate, erosionando la confianza en las instituciones del Estado; todo ello se refleja en la arena pública y en la política, con un evidente aletargamiento de la conciencia social. En el desarrollo del hombre se ha acelerado el proceso de decantación del materialismo. Los nuevos juguetes tecnológicos y el enorme despliegue del consumismo están eliminando el sentido más elevado del ser humano, paralizando la necesidad de pensamiento y de empatía, que se sustituyen por el individualismo y la egolatría. La moral de la sociedad está perdiendo sus referentes utópicos; ni tan siquiera nos planteamos con seriedad una auténtica revolución ecológica para que el progreso deje de asesinar el planeta. Tanto la sociedad occidental como la oriental tienen el nexo común del delirio consumista. La técnica se ha convertido en posibilidad de dominación y ha desplazado a la cultura, dando paso al espíritu de competencia y a la peligrosa inhibición del hombre en la organización de la comunidad. La siempre anhelada paz, basada en justicia y libertad, se empieza a basar en un equilibrio del terror. La razón y el discernimiento han cedido el paso a las emociones antagónicas, reflejo de una crisis en la democracia que ha de subsanarse recuperando el valor deliberativo y participativo de los ciudadanos. En esta nación, en la que políticos y clérigos han perseguido tantos fantasmas mutilando libertades, ha habido y hay una clara tendencia a imponer criterios e ideologías con marcado carácter dictatorial. Nos estamos acostumbrando a vivir en un limbo ideológico en el que, paradójicamente, el temor a los cambios deposita en el pensamiento un lodo entorpecedor en el que se ocultan continuas corrupciones que se asumen como un mal endémico de la política nacional. Toda vieja cultura arrastra un lastre caduco; en este país de arraigadas tradiciones, que lentamente van siendo despojadas de su pasada crueldad, seguimos manteniendo el tufo alegórico de una España arcaica y folclórica en la que se conserva la monarquía como un costoso adorno de arbitraje. Ante las incertidumbres de nuestro futuro, debemos tener presente que la más alta determinación de la substancia ética es la libertad; una libertad que en Europa está amenazada por la guerra de agresión rusa contra Ucrania. En la actualidad, superados históricos sufrimientos y dislates que la Iglesia ha propiciado a lo largo de su historia, el Papa se une a la corriente de un buenismo banal, propio de los libros de autoayuda, e insta a Zelenski a tener “valentía” para alzar la bandera blanca y negociar el fin de la guerra, lo que cuestiona el valor de los principios por los que el ser humano ha derramado tanta sangre para evitar el sometimiento de la fuerza y la esclavitud, y confirma la fe papal en los milagros, ante un dictador que desconoce el diálogo y que amenaza a Occidente con armas nucleares.

En nuestro panorama nacional, seguimos viendo cómo el Gobierno y la oposición, entre corrupción y corrupción que salvar, tienen plomo en las orejas y mantienen una repetición de sí mismos, como una tautología enlagunada en la ciega obsesión por ocupar los sillones de la Moncloa. La ética es tan menguante como el propio prestigio de nuestra democracia, en la que se precisa una terapia de contención que impida a nuestra clase política mimetizarse en seres políticamente ciegos ante los deseos de un pueblo que rehúye la enervante tutela dogmática. Hay un abismo comunicacional y de gestión entre los ciudadanos y quienes ejercen las funciones del Gobierno. Es prioritario valorar las cuestiones más importantes de la existencia, sin las cuales los pueblos desembocan en el nihilismo y en la angustia universal del hombre moderno. Nuestro país ha de apelar más a la verdad y a la transparencia que a la condena, reflexionando que el modelo de justicia no es un modelo punitivo ni vengativo. Las filosofías de justicia de una sociedad han de estar comprometidas con las necesidades éticas de sus ciudadanos. Es preciso entrar a debatir con rigurosidad y energía todos aquellos problemas que nos afectan. Hemos de lograr ciudadanías activas, poniendo de manifiesto que el voto no agota la expresión popular ni sus reivindicaciones sociales. No olvidemos que todo sistema tiene grietas por las que penetra la luz.