La reacción de rechazo suscitada por la decisión de Pedro Sánchez de plantear su renuncia a la presidencia del Gobierno, bajo pretexto de persecución de que se siente víctima, parece fuera de lugar. En definitiva, la decisión del presidente no deja de responder a las actuaciones agresivas del grupo político y social de raíces más profundas dentro de la oligarquía española histórica, que tiene su expresión política en el Partido Popular, empeñada la citada oligarquía en controlar el proceso político desde la inmediatez del poder. Este objetivo se encuentra actualmente ante el obstáculo del gobierno de coalición, configurado por el PSOE y sus aliados, a la búsqueda estos últimos del asentamiento de una democracia auténtica, impedida –sin remedio– por la Constitución del 78 y la realidad de los poderes fácticos del Estado que dominan la sociedad española.

Se ha denunciado hasta la saciedad que la denominada Transición y el sistema jurídico vigente derivan del acuerdo entre los franquistas y los sectores de la vieja oposición republicana, mediante el consenso para evitar convulsiones que pudiesen dar ocasión al enfrentamiento civil abierto. El acuerdo implicaba la aceptación de las estructuras socioeconómicas creadas por la dictadura y fue denunciado por quienes entendieron que este planteamiento no suponía sino una reforma superficial de viejo régimen. A decir verdad, ni la dictadura, ni la transición que siguió a esta última constituían algo nuevo y diferente de la realidad política española en el transcurso de la edad contemporánea; periodo este que no deja de tener sus bases en el viejo autoritarismo que ha marcado a fuego la cultura española en general y permitido el mantenimiento de las envejecidas estructuras socio-políticas nacidas en los siglos imperiales. Es esta la razón de la persistencia del anticuado sistema social que ha caracterizado a España desde los tiempos feudales y el sistema político autoritario que le es anexo. El citado sistema no ha sufrido mayor transformación en la configuración de sus élites que la cooptación por parte de la misma oligarquía de los elementos sociales en ascenso que la renovaban; sin que en ningún caso haya tenido lugar una transformación de las estructuras sociales, hasta la transformación llegada con la actual industrialización.

La cultura política española ha quedado marcada por la identidad autoritaria, que no se encuentra limitada a la simple presencia de una personalidad que impone su voluntad gracias a su carácter fuerte; solución muy del gusto de las élites sociales en la política contemporánea de Europa, con ocasión de crisis de identidad colectiva, casos de Hitler y Mussolini. El autoritarismo español es un principio que impregna la estructura social desde su origen, permitiendo a quien participa de él la imposición sobre el inferior; al margen del carácter particular y talante del individuo. Es este autoritarismo el factor que domina la realidad de la existencia en España, presidida por quien tiene mayor responsabilidad, un grado superior, o, simplemente, dispone de mayor fuerza virtual en cualquier instancia.

Considero fundamental tener conciencia de estos condicionantes, a fin de que no nos dejemos engañar ante gestos políticos que no pretenden, sino utilizar el poder de que se dispone individualmente para dominar al adversario. En los tiempos de la vieja monarquía quien tenía de facto el poder –fuera resultado de la organización estamental, o porque le venía anexo al cargo, obtenido por nacimiento, o concedido por la arbitrariedad real– imponía sin consideraciones la fuerza de la ley que también era patrimonio de la misma arbitrariedad. En los tiempos modernos en que se afirma el mérito personal como criterio de la posición superior en los terrenos económico y social, domina quien dispone del mando por circunstancias aleatorias, cargo, empleo, dedicación…

Nabarralde