El resurgir de la ‘comunidad de valores’
El retorno del pasado es imposible y en muchos casos indeseable. Tampoco las formas de vida de las comunidades tradicionales son exportables sin más a la sociedad moderna. Sin embargo, dan testimonio de otros valores posibles que permitirían contrarrestar al individualismo imparable. Nos muestran la posibilidad de otra forma de dar sentido a nuestras vidas colectivas. La comunidad tradicional vinculaba la pertenencia de sus miembros a la proximidad, a su territorio común, a los usos y costumbres heredados, a unos intereses compartidos. Y, sobre todo, a unos valores igualitarios y solidarios siendo su leitmotiv la reciprocidad del “gaur zuri, bihar neri” (hoy por ti, mañana por mí). Por ello, pensamos que para proyectar una forma de vida que recobrase su espíritu incorporando aquellos valores comunitarios, debemos, en primer lugar, dejar a un lado los lamentos por los valores perdidos, ya que su futurible no está en lo perdido sino en una actualización que sirva para la construcción de puentes permitiendo ser incorporados desde el pasado-presente a un futuro más o menos prometedor. Es decir, la resignificación, tal y como apuntásemos con anterioridad. Entender el presente como un proceso del que la modernidad forma parte y no como un algo desconectado de la historia. Al menos, así lo fuera en la consideración de C. I. Gouliane cuando en década de los sesenta del siglo pasado constataba el que: “Así pues, no son sus singularidades, ni sus costumbres extrañas, ni cuanto pueda tener de exótico y de pintoresco, lo que nos atrae de las culturas de las sociedades primitivas o de los comienzos de la cultura humana, sino lo que tiene de humano, de universalmente humano, la problemática que ella abarca y la calidad, la originalidad y la vitalidad de sus creaciones espirituales”.
En este sentido, constituye un hecho que la sociedad actual ya de por sí sea conservadora, al estructurar los comportamientos basándose ya no en la expectativa de su mejora sino, más bien en el miedo a la carencia de lo conseguido. Debido a ello, el sistema utiliza la amenaza de una pérdida, bien sea del empleo, de la salud, de los bienes e, incluso, de la vida como el mejor de sus instrumentos a la vez persuasivo y coactivo, sumiéndonos en un estado de permanente inquietud ante el nuevo escenario, una vez asumido el hecho de que haya de estar dominado por un futuro basado en la precariedad. Condición dada por el abrumador sentimiento de ese “no poder controlar el presente”. La combinación de estos estados de ánimo, basados en la incertidumbre y la inseguridad consigue transmitir fundamentalmente la convicción de la inviabilidad de una alternativa. Factor que posibilita el sentimiento de que sólo exista una vía para la realización: aquella presentista de dominio consumista favorecido por esa especie de instinto posesivo. Posesión que nunca es común, como lo fuera en las comunidades tradicionales, sino fruto de ese individuo surgido de un trabajo deconstructivo y desterritorializado, originado a una con la modernidad, destruyendo aquello que fundamenta el fenómeno humano: la vida en común.
El individuo de la así llamada posmodernidad se percibe como no perteneciente ni a comunidad ni pueblo ni nación o cultura alguna; apenas tampoco, a una familia ni relación basada en la afectividad. Viene siendo algo así como un aislado corpúsculo sin onda que se pretende sin fe y sin ley, sin valores, considerada la felicidad al alcance de su mano plasmada tan sólo en la realización de su propio y único interés. Podemos de esta forma observar cómo el individualismo se afirma en lo particular respecto de lo colectivo: una puesta en práctica de hábitos cotidianos facilitada por los principios propios del egoísmo narcisista, estando confortablemente instalados al interior de un sistema presuntamente garantista del estatus del asalariado, fabril o funcionarial, con propiedad sobre medios de automoción y habitación propias, sin sospechar que no está en sus manos el que este sistema, cuando lo crea necesario, acabe de un plumazo con todos sus sueños. Lo hará en nombre de la competitividad, pero también podría hacerlo en nombre de la sostenibilidad.
A los pobres, con los que nadie quiere identificarse, que la izquierda se deje de eufemismos como desfavorecidos, humildes, vulnerables, ubicándolos en un modelo asistencial. La vieja práctica filantrópica. Solo nos queda lo que a buen seguro llevó en otros tiempos a que se formasen las primeras comunidades, la de intereses basados en el mutualismo de la recíproca necesidad que crea la correspondencia y la obligación. Buscar soluciones colectivas a problemas individuales. Eso hace al comunitarismo ser la filosofía de los pobres. Frente a la disgregación, la separación, el individuo y los yoes que el poder propugna. La sociedad no debe ser entendida como la mera co-existencia de las diversas personas, sino más bien como la cooperación o acción conjunta de las mismas.
Ante la pregunta sobre qué es lo nos separa, surge como respuesta la hipótesis de que sean las falsas identidades en torno a las comunidades de nacimiento, religiosas o corporativas, sometidas todas ellas al miedo, las formas de producción capitalista teniendo su reflejo en el entorno inmediato y en la práctica urbanística (por cierto, la neutralidad no existe en una sociedad de intereses enfrentados y antagónicos). Como “pueblos originarios” habremos de tomar en consideración la tenencia de un pasado a redescubrir, de unas realidades que deben ser sacadas a la luz y confrontadas en lo cultural, en lo económico y social. Lo cual hace afirmar al filósofo boliviano Juan José Bautista que los movimientos de los pueblos originarios “no son sociales porque no tienen conciencia social, sino que son movimientos comunitarios, pero no sólo porque tienen conciencia comunitaria, sino porque no aspiran a reproducir entre ellos la forma de vida social que ha producido la modernidad y el capitalismo”. En definitiva, la elección de este camino hace que sea necesaria la instauración de una renovada comunidad de los valores. En expresión de Gouliane consistente en ser “lo que une a los hombres con sus semejantes de otras épocas, y no los valores en sí mismos, no cualquier arte, cualquier filosofía, o ciencia, sino los valores concebidos en una acepción humanista”. l
Sales Santos Vera es coautor de ‘Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca’ y Julio Urdin Elizaga es autor de ‘Encuesta etnográfica de la Villa de Uharte’