Un tanto alejado del tópico político, durante los últimos artículos dedicados al influjo de la ciencia en la conciencia, al menos en la ideología del momento, he tenido a bien recuperar para la memoria una serie de nombres cuyo objetivo partía de la necesidad de complementariedad y actualización entre aquellas visiones de revolucionarios avances en ciencia y política del momento. En la bibliografía utilizada para ello me llamó no obstante grandemente la atención una participación de apellidos de procedencia rumana en la práctica totalidad de los ámbitos del conocimiento intentando la superación de aquellas barreras previamente establecidas entre materias propias de la religión, de la filosofía, de la ideología, de la ciencia y de las artes. Así Eliade, Cioran, Gouliane, Lupasco, Ionesco, Brancusi...; y entre nosotros el legado recogido de este pensamiento, entre otros, por los escritores George Uscatescu, en Proceso al Humanismo (1968), y Vintila Horia, en Viaje al centro de la Tierra (1971). Son nombres, varios de ellos, que participaran en la creación de aquel caldo de cultivo que diera como fruto el reclamo publicitario que ha terminado consistiendo aquel mítico Mayo del 68 monopolizado en primera línea por otros cuyas exequias celebramos en la actualidad de la mano de Bernard-Henri Lévy. Y lo hicieron, tal y como Lupasco establece, aplicando su principio de un antagonismo contradictorio a partir del surgimiento de dinámicas en las que participasen desde intereses a veces abiertamente enfrentados.

Curiosamente, a día de hoy, nadie parece hablar de ellos, y mucho menos aún conocerlos. Los menciono por su procedencia, como podía haberlo hecho con otros cuyo origen estuviera en cualquiera de los pueblos, países y naciones que configuran la Europa actual, tan cercanos como nos encontramos de consultas, comicios y elecciones que puedan ayudar a reforzar su realidad y constitución, puesto que lo que puede en definitiva apuntalar la idea de una Europa fuerte, en ese mundo de la multipolaridad duginiana, no es tanto la toma de conciencia de su Unidad como la de su intrínseca pluralidad. Y no tanto el comercio como la cultura. Cuestión que Lupasco defendiera bajo el concepto de una heterogeneidad propia de la vida enfrentado y a su vez complementado por el más mortecino de la homogeneidad. Quien busca a toda costa lo homogéneo, el absolutismo de aquella manifestación, parte del previo de una aspiración por eliminar lo que no le es afín a sabiendas de que al menos en el plano de lo biológico este aparente triunfo conduzca a su definitiva desaparición mediante el proceso transformador. Otro será, sin duda alguna, quien le dispute el lugar del imperante dominio recién adquirido.

Revisitando desde el lugar de uno, aquello que diera de sí Mayo del 68, curiosamente me topo con una visión actualizadora del pensamiento de Occidente para consumo de la extendida inquietud intelectual del momento. Uscatescu en ese mismo año, editado por Guadarrama, da a conocer, si bien muy por encima, nombres que habrán de sonar, posteriormente, a una con la efervescencia del movimiento político: Lenin, Mao, Marcuse, Marx, Teilhard de Chardin, Aldous Huxley, Gentile, Bela Bartok, Falla, Picasso, Brancusi; eso sí, alineados en función de pares de conceptos como puedan ser los de alienación y estructura, así como los de arte y sociedad, con crítica sustancial del marxismo, recién celebrado el aniversario de la revolución rusa, estando supeditados, tras el proceso al humanismo, al revisionismo vindicativo de la necesaria concreción de uno nuevo.

Del segundo de los mencionados, Vintila Horia, una década más tarde se puede afirmar constituir buen ejemplo de lo predicado por Lupasco sobre la necesidad de contar en todo proceso creativo con un antagonismo contradictorio, puesto que Horia presume de ser discípulo de Crainic (ultranacionista cristiano y antisemita radical) y amigo de Papini (escritor que desde el escepticismo ateo pagano evolucionara hacia un devocional catolicismo), habiendo sido partícipe en homenajes a escritores como Evola y Jünger. Es como si una vez realizada la acción todos y cada uno de nosotros contásemos y hasta aspirásemos a participar de la ‘reacción’. Pero en este libro, demostrativo de sus enciclopédicos conocimientos, el autor dialoga con Gabriel Marcel, rememora a Husserl, Jung y Unamuno; resume enseñanzas teologales con Urs von Balthasar y Karl Rahner; nos muestra la huella literaria de Joyce y de Jünger, de la pintura de Mathieu, de la música de Messiaen así como de la arquitectura de Abramovitz; habla de sus encuentros con el cineasta Fellini, el historiador Toynbee, el filósofo de la ciencia Lupasco y el visionario McLuhan, etc., dentro de una amplia panoplia de opciones configuradoras del tipo de mentalidad en la que tienen cabida elementos constitutivos de la formación, información y, por supuesto, reflexión. A partir de ahí, cada cual saque sus conclusiones.

Ambos Uscatescu y Horia parecen empeñarse en llevarle la contraria desde la derecha al norteamericano Robert Nozick cuando por la década de los ochenta se interrogaba sobre ¿Por qué se oponen los intelectuales al capitalismo?, ubicándolos en la espectral izquierda, aunque con excepciones como las de Yeats, Eliot y Pound. A lo intelectuales, Nozick, los divide en dos clases: la de los forjadores de palabras y la de los forjadores de números. Los primeros, en general, más díscolos con el sistema, a pesar de estar mejor remunerados y reconocidos que los segundos. Y considera englobados dentro de los últimos a quienes trabajan con medios visuales, pintores y escultores. Dice, además, que la importancia de los forjadores de palabras radica, principalmente, en el hecho de que: “Entre tratados y lemas, nos proporcionan las frases con que expresarnos. Su oposición es importante, especialmente en una sociedad (a menudo denominada “post-industrial” que cada vez depende más de la formulación explícita y de la propagación de la información”. Este filósofo defensor a ultranza de la sociedad de mercado capitalista tuvo, como él mismo reconoce, los inicios en la izquierda, corroborando en su persona una vez más la máxima lupasquiana y dual del “antagonismo contradictorio”. El intelectual forjador de palabras que él mismo era, basaba tanto su potencial de triunfo y realidad fracasada en el resentimiento por la falta de reconocimiento de su valía así como acceso al desempeño directo del poder. Para evitarlo, parece proponer, mejor contar con la segunda división intelectual compuesta por artistas plásticos y matemáticos.

El autor es escritor