Partiendo de la constatación de que la comunidad es fundamentalmente relación entre las personas, que la Economía lo es de una relación de las mismas con las cosas y, finalmente, de que el Estado es una forma de relación –nosotros creemos, en todo caso, debiera ser superada– de la administración de ese intercambio entre personas y recursos, sujetos y objetos, podemos asimismo constatar el abuso que ejerce economía y administración sobre la comunidad en ejemplos dados por el debate más próximo en torno a la cuestión nacional y social.

Uno, por dar con algún ejemplo, desde el ámbito del napartarrismo (navarrismo abertzale). El otro, desde la fundación Arizmendiarrieta (Corporación Mondragón). Son fórmulas del determinismo historicista y economicista ambas que surgen de la necesidad de contar con un marco de relaciones vertebrador de aquellos mundos de relaciones comunitarias que tienen que ver más con la sociedad que con la comunidad. Y tomar la parte por el todo es lo que ha conseguido hacer que al menos en el plano institucional contemos al sur de los Pirineos con dos comunidades denominadas autónoma del País Vasco y foral de Navarra. Otra más en el Norte de reciente creación. Y es la necesidad de internacionalización, globa-o-mundia-lización, del negocio, lo que ha conseguido hacer también de la agrupación cooperativa de lo pequeño un agente corporativo más en el salvaje juego de la competitividad.

Sólo así, siempre según ellos, la comunidad nacional puede ser preservada en su tradicional condición que, para otros tantos, por ende, viene siendo el fruto de una ficticia recreación romántica basada en restos y supervivencias de un idealizado mundo que muy a su pesar nunca fuera. Lo que hace tomar el atajo más fácil, aquél referido al nomenclaturismo buscando la agrupación unificadora en un todo de las presuntas partes devenidas. Una trampa, en definitiva, del lenguaje con graves implicaciones en la realidad política presente.

Es por ello que no está de más recordar que el cooperativismo económico, sin más, es básicamente una variedad del corporativismo liberal. Términos que en sí mismos vienen manifestando una profunda contradicción: la del sometimiento bajo un régimen que se dice de libertades. En otros mundos del socialismo tan sólo eventualmente desaparecido, aquello que diera lugar al colectivismo. Ámbitos que tienen un marco de relaciones delimitado al interior del régimen de explotación productiva y, por tanto, alejado de la riqueza de vida de las personas en cotidianidad. En todo caso, aun aspirando a la hegemonización del modelo, siempre habrán de constituir una parte. Aquella de quienes son socios o, como mucho, de los que subalternamente trabajan a su servicio. Y sin negar la peculiaridad de ideario y origen, teniendo siempre en cuenta el que habrá de ser su objeto alcanzar la meta de una rentable supervivencia que ayude a implementar el negocio, a su mantenimiento, mejorando, eso sí, el débito y crédito de las condiciones de los asociados: la de los asalariados que gestionan su propio régimen de autoexplotación. Entonces, si la empresa es la meta, algunos podemos interrogarnos por el lugar dónde pueda encontrarse la comunidad, aunque desde siempre se sepa que comunidad y sacrificio hayan ido de la mano.

Por otro lado, el nacionalismo ha hecho de la comunidad su bandera. En el caso mencionado, el debate nos remite a una suerte de vieja querella habida entre partidarios de la vía historicista, de inspiración más o menos campioniana, y esa especie de novedosa creación basada en la capacidad intuitiva que en su día manifestara Sabino. El nacionalismo es en buena parte, tal y como lo definiera en su día Benedict Anderson el fruto de la comunidad imaginada. Y decir esto, en propias palabras, viene a significar el que, “así pues, con un espíritu antropológico propongo la definición siguiente de la nación: una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Razonando a continuación: “Es imaginada porque aún los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”.

Esto quede claro que sirve para todas y cada una de ellas. Consecuentemente, cabe imaginarse de igual manera las categorías de pueblo, estado e imperio. Cuando el espíritu comunitario ha querido domesticarse ha acabado en una colectivización cuya ideología puede llegar estar dominada por ambos extremos de la entreverada política económica y nacional. El cooperativismo económico, sin más, es corporativismo. En cuanto a la estatización de la comunidad, lo que supone realmente es la burocratización de la misma en el marco administrativo esclerotizante. Lo que hace tan complicado su renovación siempre en manos de esa clase funcionarial al servicio del poder que sea y de cualquiera que lo dirija y controle.

La confusión entre comunidad y la fórmula adoptada para su administración es un error común de quienes tienen aspiraciones generalmente estatistas. Por lo mismo, el filósofo Nicolás Berdiaev hablaba de los riesgos asumidos cuando ante la realidad adoptamos la visión totalizadora. “Una sociedad concebida con espíritu monista tiende siempre hacia la tiranía”, nos dirá. Este filósofo entendía la relación del hombre con el cosmos resumidas en cuatro fases: la de su inmersión en el propio cosmos, una relación mágica y mitológica en la que el autor sitúa las formas primitivas del pastoreo y la agricultura; la de la ascética que da lugar a una espiritualidad religiosa, creando las primeras formulaciones de la economía y de la servidumbre; la de la mecanización de la naturaleza bajo el desarrollo de los dominios científico y técnicos dando paso al par capitalismo/socialismo y al esclavismo asalariado; para finalizar con, literalmente, la: “Desagregación del orden cósmico por el descubrimiento de lo infinitamente grande y de lo infinitamente pequeño; sustitución de la realidad orgánica por una realidad organizada por intermedio de la ciencia y de la técnica; excesivo acrecimiento del poder del hombre sobre la naturaleza y la servidumbre del hombre a sus propios descubrimientos”. La comunidad, como es del todo sabido, pertenece al primero de los órdenes y, en todo caso, en su propia expresión, es necesario tener en cuenta el que, “la organización de una sociedad, que siempre implica una gran parte de necesidad, no es una creación comunitaria”.

Los autores son coautor de ‘Comunidades sin Estado en la Montaña Vasca’ y autor de Encuesta etnográfica de la villa de Uharte, respectivamente