Vamos camino de cumplir un siglo desde que en julio de 1936, la oligarquía dominante –monarquía, ejército, iglesia, terratenientes, caciques...–, descontenta como siempre lo está con un régimen político cuyo horizonte proyectaba una versión mucho más social y transformadora, una idea que ni mucho menos encajaba en sus propuestas, proyectó y perpetró, junto con sus adictos, el asalto armado al poder político legalmente instaurado llevando a cabo una calculada matanza entre la población que impregnó de horror todos los rincones del país. Esta planificación no fue gratuita. Fue considerada así porque los golpistas eran conscientes de su minoría a nivel estatal, de manera que la única forma posible para imponerse era infundir el terror entre la población.
Digo que fue un terror calculado y planificado porque las listas de las víctimas se fueron creando incluso antes de que el fracaso del golpe desembocase en una guerra civil que duró casi tres años, tal y como dejan entrever las instrucciones reservadas dictadas por Mola en Pamplona y las escalofriantes alocuciones radiofónicas de Quiepo de Llano desde Sevilla. No. La represión llevada a cabo por parte de los sublevados no fue fruto de la guerra, aunque esta provocó su intensificación conforme los vencedores de la contienda fueron conquistando las zonas que se resistían a la ocupación. La matanza y la represión tenían los nombres señalados desde que la República se instaló en el país. Dio igual el nivel de participación en ella. Simpatizantes más o menos tibios, políticos, funcionariado, artistas, intelectuales, maestras y profesores, sindicalistas o jornaleros, entre otras personas que hubiesen tenido de alguna manera contacto con el proyecto progresista republicano, eran sospechosos. Por lo tanto, reemplazables en sentido literal. Pero no solamente ellos y ellas, sus familias tuvieron que soportar las continuadas enajenaciones y vejaciones durante décadas. No digo esto porque lo hayan demostrado las investigaciones llevadas a cabo en este terreno, que también, sino porque todo esto les ocurrió a muchísimas familias en todo el Estado, entre ellas a la mía.
Siguiendo a F. Espinosa Maestre, es evidente que la violenta represión franquista ha sido blanqueada desde su origen sin que esa opción se haya agotado hoy en día por parte de los llamados revisionistas históricos. Dice Espinosa que la primera justificación partía del invento de una revolución comunista en marcha a la que se anticipó la sublevación, para de inmediato propagar sin cesar que si los rojos no llevaron a cabo sus planes criminales fue porque no les dio tiempo. De esta forma, los revisionistas culpabilizan a la revolución de octubre de 1934 –por cierto, represaliada cruelmente por el gobierno republicano– de la inestabilidad del estado español, obviando que el fascismo estaba desestabilizando a la sociedad europea en general con las consecuencias que esto tuvo a posteriori. La ausencia de un terror rojo en Iberia –como la denomina David Uclés en la Península de las casas vacías– que justificara las matanzas en todos los rincones del país se suplió con macabras historias que la prensa favorable al golpe hizo circular siguiendo las instrucciones de los Servicios de Propaganda –los bulos y fake news de hoy–. En su mayor parte falsas, pero que cumplieron perfectamente la función para la que fueron creadas: asumir en cada lugar un terror rojo que asustaba a los sectores menos radicales de las propias derechas y a una ciudadanía que, en su mayoría, bastante tenía con subsistir, sin que nadie fuese capaz de imaginar previamente las nefastas consecuencias de esa contaminación informativa.
A pesar de ello, por mucho que se quiera justificar o blanquear la crueldad del franquismo, su herencia y simbología todavía pervive en nuestra sociedad. Ni la Inmaculada Transición, que decía José Vidal-Beneyto, ni los, otra vez, calculados Pactos de la Moncloa que tanto envalentonan a Felipe González, ni la propia monarquía pueden escapar de la intervención franquista. Aquel famoso adagio que dicen manifestó el dictador: dejo todo atado y bien atado, es una realidad. Respecto a la simbología que ensalza a los vencedores, es inaudito que hoy en día sigan en pie los dos símbolos más macabros de toda esta historia: el conjunto católico-monumental del Valle de los Caídos, en San Lorenzo del Escorial y el monumento a los Caídos en Pamplona, ambos erigidos a la memoria de los caídos por Dios y por España, refugios hasta hace nada de los restos de Franco y Primo de Rivera el primero, y de los restos de Sanjurjo y Mola el segundo, instigadores y verdugos de guante blanco.
A pesar de que estos últimos años hemos visto florecer en muchos lugares de la geografía ibérica los sitios, antes poco visibles, donde se asesinó indiscriminadamente a estas personas, creo que nuestra mejor pertenencia, como familiares, es guardar memoria de los hechos ocurridos. Se trata de una memoria colectiva que debería de pervivir como modelo positivo de la que extraer aquel estímulo superador que ya luchó contra la dictadura franquista. Esa es nuestra verdadera herencia. Un soporte que debemos proteger y transmitir a las futuras generaciones porque es nuestro relato. Desde luego que no digo nada nuevo si afirmo que la realidad de ese pasado afirma su existencia, por lo tanto, no puede ser desestimado como una mera construcción intelectual o una fantasía imaginativa. Por eso, para nosotros, las familias de los represaliados, el recuerdo de lo que nuestros mayores nos transmitieron tiene mucha más fuerza que todas las justificaciones que la intelectualidad nos quiera proporcionar o desproporcionar. También es cierto que la memoria contiene detalles precisos, no la visión de conjunto. No cabe duda de que la memoria recuerda los momentos culminantes, por decirlo así, pero no la totalidad de lo ocurrido. Con todo, y con eso, por esa memoria transmitida sabemos que muchos de los restos de nuestros desaparecidos y desaparecidas todavía están esparcidos en tierra de nadie. ¿Por qué quieren que nos olvidemos de todo eso? ¿Por qué en Pamplona o en El Escorial cada vez que miramos al horizonte vemos esa cúpula y cruz que cobijan la idea de terror y horror que propagaron los golpistas por toda Iberia?
Mientras quede en pie una sola piedra de esas construcciones, perdurará su memoria. Y de la crueldad no hay nada que aprender ni enseñar.