La deslocalización de la producción es un fenómeno vinculado a la internacionalización empresarial, que identifica todos los procesos a través de los cuales una organización se expande geográficamente con el fin de vender, producir o comprar bienes y servicios. El término deslocalización se refiere, específicamente, a la decisión de una empresa de trasladar parte de su producción al exterior, para buscar oportunidades o condiciones no presentes en el mercado de origen y así aumentar su competitividad. El movimiento puede realizarse de diferentes formas, dependiendo de la inversión que la empresa sea capaz de sostener, del grado de control e integración que pretenda mantener y de las restricciones presentes en el contexto de destino. Las presiones para deslocalizar también pueden variar dependiendo de las características de la actividad empresarial. En este sentido, es común que las empresas que operan en sectores intensivos busquen ventajas ligadas al bajo costo de la mano de obra o de los recursos.

Aunque el término en sí mismo no tiene una connotación negativa, es común escuchar acerca de la deslocalización de la producción como un proceso riesgoso y dañino, en el que esta elección se asocia con la expansión hacia los países en desarrollo con el objetivo de explotar fragilidades locales particulares, incluida la baja mano de obra y/o costos de recursos, exenciones fiscales, regulaciones menos estrictas y más permisivas, instituciones locales débiles. Las experiencias de deslocalización no se limitan a estas situaciones, pero también es cierto que en los últimos años han sido frecuentes los escándalos que involucran a empresas que explotan a los trabajadores o tienen comportamientos peligrosos en el ámbito de la seguridad laboral y la protección del medio ambiente con el fin de reducir costes de producción y acelerar los procesos. Entre ellas se han identificado principalmente grandes multinacionales, pero también se pueden encontrar situaciones similares en las cadenas de producción internacionales de empresas más pequeñas.

El mercado, que se ha globalizado, ha estimulado en primer lugar, por parte de los países ricos, la búsqueda de zonas donde deslocalizar la producción barata para reducir los costes los precios de muchos bienes, aumentan la compra de energía y por tanto aceleran el ritmo de desarrollo centrado en un mayor consumo para su mercado interno. En consecuencia, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre Estados con el objetivo de atraer centros de producción de empresas extranjeras, a través de diversos instrumentos, entre ellos impuestos favorables y la desregulación del mundo del trabajo.

Un proceso de deslocalización puede derivar beneficios si es bien gestionada: la expansión de la actividad económica puede generar nuevas oportunidades de desarrollo, fomentar el desarrollo social y avance tecnológico de las zonas menos desarrolladas, generar nuevos puestos de trabajo, promover el desarrollo del conocimiento, etc. Sin embargo, las posibles distorsiones que de ello pueden derivarse son graves y pueden llevar a un agravamiento de la brecha entre países desarrollados y países más débiles hasta el punto de empobrecer social y ambientalmente los diferentes contextos locales. Si no se gestiona adecuadamente, la presencia en el contexto de destino se traduce en nuevas presiones que pesan sobre las empresas y los trabajadores locales: la búsqueda de ventajas de costes y tiempos de producción cada vez más cortos, por ejemplo, lleva a la empresa local a reducir costes salariales, limitar o eliminar inversiones, ampliar la jornada laboral para cumplir con los acuerdos contractuales. Además, la deslocalización de actividades empuja a las empresas a no invertir en el desarrollo del conocimiento y capacidades de los socios locales, ya que esto conduciría a un aumento de costes y de implicación a largo plazo, que a menudo entran en conflicto con los objetivos económicos y estratégicos.

Es evidente que el origen de estas distorsiones no reside exclusivamente en el comportamiento de las empresas, sino que también deriva de la fragilidad de las instituciones y sistemas socioeconómicos locales, a menudo incapaces de imponer el cumplimiento de normas laborales más estrictas y la protección de los derechos de los trabajadores. Esta incapacidad radica, por un lado, también en el escaso poder político-institucional hacia las empresas; por el otro, en la conciencia de que una posible mejora de las condiciones de vida y de trabajo conduciría a un aumento del coste de la mano de obra y de los factores de producción, desalentando las inversiones de empresas extranjeras, con la consiguiente pérdida de actividades productivas, empleos y recursos económicos. Por tanto, la solución a las distorsiones resultantes de la deslocalización sólo podrá perseguirse gracias al compromiso conjunto de los distintos actores sociales.

Seguramente la propuesta sería volver a poner a la persona del trabajador en el centro del desarrollo de las estructuras económico-sociales a escala internacional. El primer capital a salvaguardar y valorizar es la persona, en su integridad: el ser humano es de hecho el autor, el centro y la meta de toda la vida económico-social. La acción económica debería orientarse hacia el bien común, sin ceder a objetivos especulativos que reduzcan su valor social. Y creo que no debería estar permitido deslocalizarse sólo para disfrutar de condiciones particularmente favorables, ¿o peores?, para la explotación económica, sin hacer una contribución real a la sociedad local para el nacimiento de un sistema productivo y social robusto -factor esencial del desarrollo estable.

Sería natural preguntarse cómo una empresa inmersa en procesos de deslocalización puede responder a este llamado y resolver la dicotomía entre objetivos económicos y la promoción de mejores condiciones sociales, especialmente cuando no tiene una gobernanza directa de las actividades, sino que ha elegido métodos de subcontratar las actividades. ¿Se podría pensar en la hipótesis de implementar y desarrollar modelos de deslocalización capaces de hacer una contribución real a la sociedad local para el nacimiento de un sistema productivo y social robusto, factor esencial de desarrollo estable, en el pleno respeto de los territorios y poblaciones involucradas?

Tantas veces estoy tentado de pensar que ciertas deslocalizaciones son el resultado de visiones miopes y de decisiones no justas. Y habría que demandar un comportamiento más responsable por parte de las empresas (con la consiguiente atención e inversión en el desarrollo de políticas sociales y ambientales para proteger y apoyar el desarrollo local) a la vez que generan beneficios para la propia organización. Entiendo que la difusión de enfoques responsables y sostenibles para la gestión de los procesos de deslocalización debe ser promovida y apoyada mediante intervenciones tanto a nivel local, nacional como internacional. De hecho, actualmente la mayor parte del compromiso se delega solamente a la acción de entidades económicas. ¿No sería necesario fomentar el desarrollo de herramientas y organismos, en el ámbito europeo por ejemplo, capaces de coordinar las distintas intervenciones, para ordenar las deslocalizaciones? ¿Sería posible pensar en una autoridad política europea para definir las reglas justas que regulen también, y por ejemplo, las deslocalizaciones? Uno quisiera pensar que fuera posible la promoción de una mayor cooperación europea, o internacional, en el ámbito económico en favor de modelos de desarrollo basados y orientados en un orden más justo, es decir, humano.

El autor es misionero claretiano