La imagen es icónica y recurrente: una obra cualquiera, en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. Una zanja inmensa en el suelo profanado.

Mirando esa zanja y esa obra, languidecen un grupo de viejos que curiosean sin más propósito que ese, y echar la mañana o la tarde. O, si se tercia, la mañana y la tarde. Cumplieron una edad y son viejos por ese imperativo incuestionable, pero son viejos por otras razones. La zanja y la obra los ignoran, pero ellos no saben que son ignorados. Bien mirado, quizá sí lo sepan y hacen como si qué. Desde esta imagen tan simbólica y manida, las cosas han cambiado mucho y un viejo ya no responde a ese triste relato desprendido de esa imagen. Ahora, cuidan de sus nietos en una injusta doble paternidad que nunca debiera darse y menos del modo en que acontece.

No creo que deban cuidar de sus nietos, no es esa su función. La devoción es una cuestión admirable que no pondré en cuestión, sin embargo. Los viejos padecen de soledad. El tiempo, los días, los años, los han consumido y aquello que era cotidiano y edificante o no, ya no lo es. Las personas queridas ya no están o están lejos en otro lugar, los afectos se han diluido en nostalgia o en dolor, un dolor sordo que es tenaz y no desaparece, si acaso se agranda o se transforma en otras emociones desconocidas que han llegado para poblar una mente confusa y un cuerpo cansado y, por ley natural, enfermo.

Es una soledad sin retorno. La de los viejos. Soy de la opinión que cualquiera de las emociones humanas es susceptible de ser modificada y, debe ser modificada si ese estado perjudica, altera y daña. La soledad –plaga que asola a todas las edades– puede ser moldeada, puede ser estudiada y uno debe hacer un salvífico ejercicio de inmersión cuando es viejo. Es posible que esa soledad aniquiladora, si se la deja actuar, callada, silenciosamente, sea un libro nuevo del que no hemos abierto ni una sola página. Un libro que contiene placeres nuevos que anidan en uno, que siempre estuvieron ahí y, ni la velocidad, ni las obligaciones, ni el error –un error mayúsculo– lo dejaron aflorar. Ahora, la soledad de los viejos puede ser un nuevo modo de vivir más reflexivo y verdadero, donde la lectura, la escucha de música sin ruido, el autocuidado consciente y demorado, el aprendizaje de un nuevo idioma, los paseos por esas sendas que siempre estuvieron ahí y nunca las vimos. Vivir un alejamiento consciente de las rémoras y de la inquina del mundo, que te conducirá a ti mismo. Sujeto con el que quizá, nunca estuviste como debieras.

Las obras y las zanjas se suceden obscenas en las fauces de las ciudades frías. Gélidas a veces. Esas ciudades. Ya no hay viejos en esas obras. Están a una vida nueva, florida y serena, Propia por entero, que siempre estuvo ahí.

El autor es escritor