Vivimos rodeados de tecnologías inteligentes que toman decisiones por nosotros –o sobre nosotros– sin que apenas seamos conscientes. Desde los algoritmos que filtran lo que vemos en redes sociales hasta los que intervienen en procesos de selección de personal o predicen emociones a partir del lenguaje, la inteligencia artificial (IA) ya forma parte de la vida cotidiana. Pero ¿quién la diseña, con qué criterios, bajo qué controles y con qué consecuencias?
El debate público sobre la IA suele oscilar entre dos extremos: el entusiasmo tecnológico que todo lo celebra y el catastrofismo que todo lo teme. Sin embargo, entre esos polos existe un espacio más urgente y realista: el de la gobernanza responsable. Una gobernanza que no pretende frenar el progreso, sino asegurar que su desarrollo esté al servicio del bien común y no de intereses opacos o de automatismos acríticos.
La IA no es neutra. Aprende a partir de datos que reflejan estructuras sociales, sesgos históricos y desigualdades persistentes. Sin una regulación adecuada, puede amplificar la discriminación, erosionar derechos fundamentales como la intimidad, y generar una sensación de impotencia frente a decisiones inexplicables. Por eso, hablar de gobernanza no es un lujo teórico: es una necesidad.
Una gobernanza responsable de la IA exige principios claros –transparencia, explicabilidad, responsabilidad, protección de derechos, no discriminación– y, sobre todo, mecanismos efectivos de supervisión, participación y rendición de cuentas. La ética, en este contexto, no puede ser un adorno discursivo; debe estar presente desde el diseño mismo de los sistemas.
También implica reconocer nuestra propia vulnerabilidad como personas. No basta con confiar en que la IA será “más objetiva”. Debemos preguntarnos qué tareas estamos dispuestas y dispuestos a delegar, cómo preservar el juicio humano donde es irrenunciable y qué tipo de sociedad estamos construyendo al automatizar determinadas decisiones.
La velocidad tecnológica no puede justificar la ausencia de reflexión. Urge pensar con calma lo que estamos acelerando. Y para ello necesitamos enfoques interdisciplinarios que integren conocimientos técnicos, jurídicos, éticos y sociales.
No se trata de oponerse a la inteligencia artificial, sino de reivindicar una inteligencia humana capaz de orientarla con justicia. Una inteligencia que no delegue sin criterio, que sepa decir “no” cuando algo no es aceptable, y que ponga límites allí donde el respeto a la dignidad lo exige.
En tiempos de fascinación tecnológica, hacen falta también convicciones firmes. Gobernar la IA no significa negarle su potencial, sino asegurar que su poder no se desvíe de su propósito. Y ese propósito, si queremos seguir llamándonos humanidad, no puede ser otro que cuidarnos mutuamente en libertad, con justicia y con responsabilidad compartida.
La autora es directora del proyecto UNEDPAM/PI/PR24/03A