Buena parte de la península Ibérica arde y bate récords de altas temperaturas, donde tampoco se salva la cornisa cantábrica, en ella Euskadi, y la parte norte de Navarra. Históricamente, el clima de la península Ibérica alternaba veranos suaves con episodios calurosos, pero puntuales. Pero desde hace ya unos años, hemos entrado en una era de calor extremo donde los veranos en general son severos, y donde las olas de calor se han convertido casi en una norma.
Según el Observatorio de la Sostenibilidad, la situación es alarmante: “el 90% de los veranos de esta década han sido clasificados como muy severos o severos, con olas de calor cada año y anomalías térmicas superiores a los 3º C, un hecho muy poco frecuente antes de 2015. Estos se confirman con datos contundentes, ya que casi la mitad, un 48% de todos los récords de temperatura máxima en España se ha producido en los últimos cinco años”.
Los impactos de este nuevo clima son muy importantes y afectan a todos los ámbitos. El calor extremo provoca un mayor aumento de la mortalidad, sobre todo en personas mayores y colectivos vulnerables, y es un problema cada vez mayor de salud pública. No solo en España, sino también en el conjunto de Europa. Más de 47.000 personas murieron en Europa el año pasado 2024 por el calor, 8.300 de ellas en España. La mortalidad ligada al calor ha aumentado en Europa casi un 30%.
A su vez, la agricultura y la ganadería y los recursos hídricos están sometidos a una presión descomunal y el riesgo de incendios forestales se han intensificado, con fuegos llamados de sexta generación, como está sucediendo este verano.
El cambio climático, producido fundamentalmente por la combustión de los combustibles fósiles, ha dejado de ser una amenaza remota para convertirse en una realidad acelerada. Las proyecciones científicas que se recogen en un estudio del Observatorio de la Sostenibilidad, advierten que España podría experimentar un incremento de la temperatura superior a los 4º C para antes de finales de siglo si no se adoptan medidas radicales y drásticas inmediatamente.
El cambio climático no crea enfermedades nuevas, pero es un amplificador de muchos impactos. Si hace calor, con el cambio climático la frecuencia, la intensidad, la duración de las olas de calor es mucho mayor y el calor mata de tal manera que ese impacto en salud se amplifica y así muchas más cosas. Las personas y las comunidades más vulnerables por el entorno en que viven, por su situación social, son las más afectadas en su salud.
Las olas de calor y las altas temperaturas como consecuencia del cambio climático no encienden los fuegos, de los cuales según la organización ecologista WWF, el 55% de los incendios forestales son intencionados y otro 23% se deben a negligencias o accidentes. Pero el cambio climático y el calentamiento producido por las actividades humanas producen unos fuegos devastadores, y cada vez más frecuentes.
La lucha contra el cambio climático tiene dos pilares básicos: la mitigación o reducción de las emisiones de los gases de efecto invernadero y la adaptación. Mitigación y adaptación son las caras de la misma moneda para enfrentarnos a los impactos de cambio climático. Pero tal y como estamos en una grave emergencia climática, va a tener impactos a los que tenemos que adaptarnos.
Ante un escenario donde el calor llegó para quedarse, la adaptación es una necesidad imperiosa e insoslayable. Existen muchas medidas para construir resiliencia y no mirar a otro lado, que de esta forma agravará las consecuencias e impactos.
Medidas como la rehabilitación climática de viviendas y edificios, la renaturalización de nuestras ciudades y municipios, con presencia de arbolado, espacios verdes y jardines, reducción del tráfico privado y suelos permeables con capacidad de drenaje, creación de refugios climáticos, retirada estratégica de infraestructuras en zonas inundables, etcétera. Muchas de estas medidas de adaptación deben basarse en soluciones basadas en la naturaleza, de las que ya hemos hablado en anteriores ocasiones.
La urgencia obliga a actuar con determinación, porque mirar a otro lado agravará los impactos, aplicando el conocimiento científico para garantizar la salud, la igualdad y la calidad de vida.
Pero como iniciaba este artículo, buena parte del territorio de la península Ibérica arde, donde se salva Euskadi, aunque la época de incendios suele ser en otoño e invierno. En el caso de Navarra, durante el mes de julio se han contabilizado 175 incendios forestales, la mayoría de ellos conatos que fueron contenidos a tiempo, siendo el mayor de ellos el ocurrido en Murillo el Fruto el 27 de julio, con 32 hectáreas quemadas tras el incendio de una empacadora. Pero en agosto los incendios han sido de mucha más envergadura, entre ellos los de Valdizarbe y Carcastillo.
El Fondo Mundial para la naturaleza (WWF, en sus siglas en inglés) en la última edición de su informe anual califica a los actuales incendios como “Incendios fuera de control”. “Los escenarios confirmados de cambio climático auguran para todo el área mediterránea situaciones de emergencia más frecuentes”.
La organización ecologista WWF señala que los llamados Grandes Incendios Forestales (GIF), aquellos que superan las 500 hectáreas de superficie quemada, se han convertido en el principal problema en esta materia. Y en esta clase de incendios, casi es imposible poner fin, y solo se puede poner en seguridad a las personas, intentar proteger estructuras sensibles, y esperar.
Muchas voces científicas y expertos insisten en que la clave está en la prevención, en el diseño de paisajes mosaico, en el pastoreo, en una mayor cohesión territorial, cuyas causas están en la crisis del territorio debido a la despoblación rural.
El autor es experto en temas ambientales y Premio Nacional de Medio Ambiente