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Ley de información clasificada: ¿Nuevo tocomocho?

Ley de información clasificada: ¿Nuevo tocomocho?Foto: RTVE

Se dice que la vigente Ley de Secretos Oficiales de 1968 es una ley franquista, y así es… pero no tanto. Tal como ésta afirma, fue “dada en el Palacio de El Pardo” y suscrita por el mismísimo Franco, razón por la cual quedan claras sus dictatoriales esencias. De todos modos, dicho lo dicho, también es obligado señalar que su redacción actual fue fruto de la Transición de los años 70, ya que el texto inicial se reformó 10 años después en el Congreso por medio de la Ley 48/1978, de 7 de octubre.

Esta última norma fue aprobada por la práctica unanimidad de las fuerzas políticas del Congreso (Diario de Sesiones nº 120, de 27 de septiembre de 1978), obteniendo 280 votos de los 282 emitidos por sus señorías. El resto, dos más, fueron abstenciones. Así pues, repetimos, el actual texto de la Ley de Secretos Oficiales no fue el que firmó Franco, sino un remedo de éste que contó con el voto favorable de la UCD de Adolfo Suárez, el PSOE de Felipe González, la AP de Manuel Fraga, el PCE de Santiago Carrillo, el PNV de Xabier Arzalluz…

Eran otros tiempos. Faltaban solo tres meses para que la Constitución fuera aprobada en diciembre de 1978, y votaciones como la mencionada iban allanando el camino a ésta. La Ley de Secretos Oficiales sería sometida así tan solo a un pequeño lifting facial que suprimió sus facciosas verrugas. Los cambios introducidos (buena parte de ellos meramente gramaticales) no afectarían para nada a las esencias de la franquista ley. Todo ello, por supuesto, en aras de las más altas razones democrático-consensuales.

Un año antes, el 15 de octubre de 1977, se había aprobado la Ley de Amnistía. En el debate congresual, Marcelino Camacho, portavoz del PCE, hizo un canto a la reconciliación y señaló que esta sería imposible “si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre”. Xabier Arzalluz (PNV), tampoco se quedó corto; “hechos de sangre ha habido por ambas partes. Olvidemos pues todo”. Se trataba así de borrar esa historia incómoda para el contubernio de la Transición, pues la recuperación de la memoria robada era un obstáculo para aquel fraude. Había pues que destruir las pruebas de los crímenes franquistas.

Tan solo dos meses después de aquello, el 19 de diciembre de 1977, el Gobierno aprobó una Orden sobre “inutilización administrativa, archivación y expurgo de los archivos de las Direcciones Generales de Seguridad y de la Guardia Civil”. Según Óscar Alzaga, miembro entonces de la dirección de UCD, aquello supuso la “destrucción metódica, sistemática y con pretensiones de la totalidad de los archivos policiales y parapoliciales [realizada] bajo la batuta de Martín Villa y con la conformidad del presidente Suárez”. Millones de documentos oficiales fueron llevados así “hasta la sede central de la Guardia Civil donde se instaló una gran caldera para su quema”.

La primera en la frente: la Ley de Amnistía. Los responsables de los crímenes del franquismo quedaron democráticamente blanqueados. La segunda en la boca: la Orden ministerial de expurgo. Como no bastaba con amnistiar a aquellos criminales, hubo también que borrar sus huellas para que nadie supiera sus nombres. La tercera en el pecho: la Ley de Secretos Oficiales. Por si había quedado alguna grieta sin tapar, la ley permitía a los gobiernos de turno negar el acceso a aquella información que, a su entender, pudiera afectar a la “seguridad nacional”. En resumen, con todo ello se conformó un régimen de impunidad para con los crímenes de Estado, que persiste aún hoy en día.

Desde entonces ha llovido mucho, pero los gobiernos de turno han contado con buenos paraguas para capear el temporal. Desde 1978 hasta hoy el PSOE ha gobernado durante 29 años sin que haya impulsado la reforma o anulación de la Ley de Amnistía ni la de Secretos Oficiales. Mucho menos aún lo han hecho los gobiernos de UCD o el PP, que han gobernado 18 años. En estas largas décadas los archivos oficiales han estado blindados (golpe de estado del 23-F, crímenes del GAL, Sáhara, miles de casos de torturas, satrapía borbónica...) para periodistas, historiadores, víctimas policiales… Mientras tanto, decenas de miles de personas, víctimas o testigos de los crímenes de Estado del franquismo y la democracia, han fallecido. De eso se trataba: ¡testigos fuera!

En la pasada legislatura el gobierno de Pedro Sánchez presentó por fin un proyecto para sustituir la vigente ley de Secretos Oficiales. El rechazo a su propuesta fue general, empezando por el del Consejo General del Poder Judicial y el Consejo de Trasparencia (instituciones, ambas, de carácter oficial) y siguiendo por Colegios de Periodistas, asociaciones de archiveros e historiadores, grupos y federaciones memorialistas… ¡Virgencita, virgencita, que me quede como estoy!, pensaron muchos de estos grupos. Tanta y tan frontal fue la crítica, que el proyecto tuvo que ser abandonado.

Hace tan solo un mes el gobierno ha presentado un nuevo proyecto de ley, denominado de “Información Clasificada”. Hubiera estado bien acompañarlo de una autocrítica por sus décadas de inactividad y complicidad para con el régimen de impunidad que hemos vivido, pero de eso no hubo nada. Por otro lado, respecto a su contenido, las críticas ya han comenzado a surgir. Así, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España y la Asociación de Periodistas de Investigación han señalado que “esta ley puede suponer un peligro para el ejercicio del periodismo y el derecho de la ciudadanía a recibir una información veraz”. En el mismo sentido, la Asociación de Medios de Información ha afirmado que “el proyecto mantiene elementos preocupantes que podrían afectar gravemente al ejercicio del periodismo y al derecho a la información, pilares fundamentales en una democracia”.

Esperemos que en el trámite parlamentario puedan corregirse estas graves deficiencias y que no imperen una vez más los consensos gatopardianos que permitan dar continuidad al régimen de impunidad en el que hemos vivido 47 años.