El pasado 9 de noviembre tuvo lugar la Cumbre UE-CELAC en Santa Marta, Colombia, con el objetivo de estrechar los vínculos entre Latinoamérica y la Unión Europea. Más allá de la retórica diplomática y de todo lo que normalmente rodea este tipo de encuentros, se puso de manifiesto una paradoja central: con más de cincuenta países reunidos y representando a casi un tercio de la Asamblea General de Naciones Unidas, se presentaba una oportunidad histórica para replantear un sistema internacional más equilibrado, capaz de reconocer las necesidades y la soberanía de todos los actores involucrados. Sin embargo, los discursos y acuerdos parecen seguir reproduciendo dinámicas que favorecen a los actores más poderosos, asegurando acceso a recursos estratégicos y concentrando los beneficios económicos y políticos. Ante esto, cabe preguntarse: ¿por qué, a pesar de esta fuerza colectiva, seguimos alimentando un sistema basado en multilateralismo desigual, donde las reglas del juego y los beneficios continúan favoreciendo siempre a unos pocos?
Para abordar la pregunta, primero es necesario saber cómo la Unión Europea ha decidido ser un actor de influencia global a través del fondo de inversión llamado Global Gateway. Al igual que China y Estados Unidos también tienen sus propios mecanismos, la UE quiere ganar influencia en América Latina a través de inyecciones de capital destinadas tanto al sector privado como al sector público. Sin embargo, detrás de la aparente cooperación se evidencia un patrón que reproduce las dinámicas históricas de dependencia: las inversiones no se distribuyen de manera neutral, sino que buscan garantizar acceso a recursos estratégicos, abrir mercados y consolidar relaciones comerciales favorables a las empresas europeas. Estas estrategias funcionan como un instrumento de poder estructural: determinan quién puede participar, bajo qué condiciones y con qué beneficios. Así, los países latinoamericanos se ven obligados a ajustar sus políticas y prioridades a los intereses externos, en lugar de poder definir libremente sus propios proyectos de desarrollo. El capital europeo, presentado como apoyo para la cooperación y la modernización, termina convirtiéndose en un medio para influir sobre la dirección económica y política de la región, reafirmando una jerarquía que, aunque hoy se disfraza con lenguaje de asociación estratégica, sigue reflejando las lógicas de centro y periferia que han marcado la relación histórica entre Europa y América Latina.
En este contexto, cuando hablamos de transición energética, hablamos de una nueva fase en la acumulación global de capital, donde la Unión Europea busca asegurar los recursos que le permiten mantener el control sobre las cadenas de producción de mayor valor añadido. La necesidad de litio, cobre, níquel y otros minerales críticos no se reduce a garantizar baterías o tecnologías limpias: supone preservar el dominio sobre los sectores industriales del futuro. América Latina, rica en estos recursos pero históricamente integrada en la economía mundial como proveedora de materias primas, vuelve a ser incorporada bajo una lógica que separa el lugar donde se extrae el valor del lugar donde se apropia y concentra. No es casual que un informe reciente del Parlamento Europeo reconozca que de las 34 materias primas críticas incluidas en la lista europea, 25 se extraen en América Latina; la región se convierte así en un territorio indispensable para sostener la competitividad y la tan deseada autonomía estratégica del continente europeo.
Este patrón reproduce la relación estructural entre centro y periferia, donde el centro define necesidades, fija precios, determina estándares y absorbe la mayor parte de los beneficios, mientras la periferia asume los costes ambientales, sociales y económicos de la extracción. Bajo el discurso de la transición ecológica, se reactualiza una forma de explotación que desplaza los impactos negativos –contaminación, destrucción de ecosistemas, conflictos territoriales– hacia regiones cuya participación en el mercado global queda limitada a suministrar aquello que otros transformarán en riqueza. En última instancia, la cooperación verde se convierte en un mecanismo para sostener la acumulación desigual, al asegurar que Europa conserve hegemonía tecnológica e industrial sin alterar el orden jerárquico antes mencionado.
En definitiva, Europa debe reconocer que el multilateralismo tal y como es entendido hoy –basado en asimetrías estructurales y beneficios desiguales– no es la vía a seguir. Sin embargo, la UE debe liderar un cambio profundo hacia unas relaciones que respeten la soberanía y promuevan la participación equitativa. Entre muchas cosas, la más importante acción que se debe impulsar es la transferencia de conocimiento tecnológico, acompañada de un desarrollo industrial que permita a estos países crear empleos cualificados. Si logra hacerlo, la Unión Europea no solo reforzará su credibilidad como actor global responsable, sino que demostrará que puede ejercer su liderazgo como un deber hacia otros pueblos, promoviendo una cooperación justa y respetuosa que realmente beneficie a todas las partes involucradas.