El 2 de septiembre de 1939 París, la ciudad de la luz, estaba oscura y sus calles desiertas porque se temía una ofensiva alemana. Había comenzado la guerra europea, que terminaría derivando en la Segunda Guerra Mundial. Mi ama recogía los enseres de su vivienda, porque la orden del Gobierno basko en el exilio era desplazarse a Iparralde, en concreto a La Rosaire de Bidart. Los dolores del parto comenzaron y aún tuvo fuerzas para salir a la escalera del edificio mientras aita trataba de obtener auxilio. Y llegó un miembro de la Delegación que iba con su coche visitando los hogares baskos, y fue quien llevó a los aitas a una clínica donde la niña nació con bien, y a la que inmediatamente impusieron una máscara de gas. Fue bautizada con nombre de Begoña, pues la Administración francesa estaba desequilibrada y poco vigilante en su imposición de usar nombres en otra a lengua que no fuera el francés. Ama tenía pensado acudir a Bidart al hotel que el Gobierno francés cedió a los baskos y que convirtieron en hospital en 48 horas. Este procuraba salud y restablecimiento a los baskos. Era tal su eficiencia que era conocido como el sitio donde los cojos corrían y los ciegos veían.

El 8 de aquel septiembre terrible de 1939, en la Rosaire, nació Pello Irujo, hijo de Eusebio y Pilar. Atendió el parto el doctor Luis Bilbao y fue celebrado por una familia exiliada en su totalidad, excepto por su tío Pello, preso en el fuerte San Cristóbal y condenado a muerte, entre otras cosas por ser Irujo. La familia expoliada recibía un nuevo miembro, al mismo tiempo que llegaba la orden del Gobierno basko del próximo exilio hacia América, tierra de promisión que había acogido a los baskos desde nuestras guerras carlistas, sobre todo Argentina y Uruguay. Estas contaban con potentes economías nacionales, y los baskos allí instalados, formaban prósperas colonias económicas y contaban además con un respeto por su actuación meritoria. Venezuela, que comienza una apertura económica boyante gracias a su petróleo, dialoga con el Gobierno basko en exilio y abre sus puertas a una inmigración fiable. Había recuerdos históricos de la buena gestión de la Compañía Gipuzkoana de Caracas y querían repetir el milagro.

Mis aitas, junto a un reducido grupo de baskos, entre los que se encontraba la familia Basterretxea, llegaron a Buenos Aires en 1942, últimos pasajeros de un viaje increíble realizado por el barco Alsina, barco que zarpó de Marsella en enero de 1941. Fueron recibidos por el gobernador de Buenos Aires y el presidente del Laurak Bat en pleno puerto de la ciudad capital, inusual recibimiento a los llegados de aquella Europa caótica.

Venezuela mantuvo relaciones con el Gobierno de Euskadi en el exilio, apremiando la entrada de tres barcos al puerto de La Guaria, donde fueron recibidos con honor, y reenviados a Caracas para levantar sus vidas y familias. En Venezuela, como se había hecho en Argentina, Chile y Uruguay, levantaron un Centro Vasco/Euskal Etxea, que sería por su vitalidad una adelantada en el reclamo basko de sobrevivencia.

En el Día de la Diáspora baska, y con tantos recuerdos vitales en mi haber, recuerdo no solo la magnífica gestión de aquellas generaciones que hicieron de su exilio un retablo donde exponer los ideales propios, aunque perdidos en guerras que procuraron muerte, hambre y desolación. Esto determinaba un legítimo reclamo de libertad de nuestro pueblo, empeñado en seguir adelante en sus tradiciones por creerlas buenas a la condición humana. El trabajo continuo por mantener la cultura y la lengua propia, con enorme respeto a la del país en que fueron recibidos y operaban. Ser basko en América era una medida de seriedad y un frente democrático, y una reclamación continua del dicho de los Infanzones de Obanos en Navarra: “hombres (y mujeres) libres en patria a libre”.

La autora es bibliotecaria y escritora