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El Planeta y nuestras bibliotecas

El Planeta y nuestras bibliotecasEP

A lo largo de estos últimos días, a raíz del fallo del Premio Planeta 2025 cuyo ganador ha sido el tertuliano televisivo Juan del Val, algunas bibliotecas se han hecho eco de la noticia a través de las redes sociales y, a continuación, con un alborozo no disimulado, se han apresurado a informar a sus usuarios y seguidores que la novela premiada estará pronto a disposición, no sólo en las librerías, sino en el servicio de préstamo de libros de las propias bibliotecas.

Cualquiera que haya leído o escuchado las declaraciones ofrecidas por del Val tras haber recibido el galardón, habrá vuelto a constatar en qué consiste este certamen, habrá comprobado hasta qué punto se trata de un circo mediático, de un tinglado de mercadotecnia que explota el prestigio asociado a los libros, el prurito inherente al ámbito cultural, de un negocio que parasita lo literario con el único objetivo de generar beneficios económicos a la empresa privada que pone en marcha todo el asunto.

Sí, en frases pedestres como “en literatura, comercial y calidad no son necesariamente opuestos”, “se escribe para la gente, no para una supuesta élite intelectual”, “la literatura tiene que ser algo popular”, o “agradezco a la editorial Planeta que haga de este premio una fiesta para la gente normal”; en su referencia, empleada hasta la saciedad por anteriores ganadores de la misma índole, al Quijote como paradigma de la novela que aúna calidad y éxito, se aprecia desde el principio la clase de personaje que hay detrás, el tipo de autor ante el que nos encontramos.

Aunque muchas de esas palabras, de las respuestas dadas en las entrevistas, nos han recordado a otros casos, a otras ediciones del premio, esta vez ha habido algo diferente, un matiz nuevo muy acorde, por lo demás, con la época en que vivimos. Me refiero a ese tono que subyace a algunas de las declaraciones transcritas arriba. Y es que, si otras veces el afortunado o la afortunada creía sinceramente que se premiaba su talento novelístico, su calidad literaria; si entonces estaba convencido de haber ingresado por derecho propio en la vanguardia artística de las letras hasta el punto de criticar las decisiones de la Academia sueca, ahora, en este 2025, el ganador no ha sufrido esa confusión, no cree ser quien no es. Ahora, en sus comentarios, Juan del Val ha dejado claro que lo que él hace es ficción popular, es un producto para las masas, es algo “escrito para la gente”. Pero lo malo no es eso. Lo triste es que lo ha dicho sintiéndose orgulloso, se ha ufanado de generar mercancía de consumo rápido como el explotador de una macrogranja sonriendo ante las cámaras delante de un complejo de pocilgas donde se hacinan los cerdos.

He ahí el signo de los tiempos. Porque, ¿a qué nos recuerda todo esto? Claro, nos suena a esa misma actitud que adoptan algunos políticos cuando, de manera hipócrita y demagoga, afirman que ha llegado el momento de apartar a las élites y dar voz al pueblo. En el ámbito de los libros, en el contexto de esta clase de premios, que es el que nos interesa ahora, puede establecerse un correlato evidente. Lo que está diciéndonos entre líneas Juan del Val en una muestra de paternalismo, en un ejemplo vergonzoso de menosprecio de la capacidad de los lectores, es que el grueso de la población demanda, desea libros como los suyos, mamotretos fáciles de leer, con mucho amor y mucho sexo, así que él, que simpatiza con las personas, les da justo lo que piden. A cambio de un millón de euros, él abastece y seguirá abasteciendo a la “gente normal” de cosas escritas sin pretensiones intelectuales, como quien arroja pienso barato a los animales, pues bastante dura es la vida de los individuos como para que venga alguien a complicársela estimulándoles a pensar.

Por eso, con el respeto y el cariño que se merecen, dirijo este artículo a las bibliotecas. Porque todavía están a tiempo de apartarse de todo este espectáculo, de desentenderse de él. Porque una cosa es que una empresa privada como Planeta organice un sarao alrededor de los libros y premie a quien le parezca bien, a quien considere oportuno, algo que puede hacer como quien rifa un jamón en una comunidad de vecinos, y otra muy distinta es que unas bibliotecas públicas, sufragadas por los contribuyentes a través de sus impuestos, participen en este juego ridículo, colaboren con él. No, las bibliotecas deberían hacer algo distinto, ser algo más que salas de lectura o expendedoras de tomos caros. Deberían destinar sus recursos limitados a adquirir otra clase de libros, a fomentar otro tipo de obras, a recomendar y prestar volúmenes de géneros diversos en los que haya un trabajo serio detrás, que tengan un mínimo de calidad. Las bibliotecas, a diferencia de las librerías, que deben luchar por salir adelante de la mejor forma posible, deberían ejercer una labor de orientación literaria entre sus usuarios, ofreciéndoles, acaso por medio de cursos y charlas, criterios para discernir, para entender, para moverse con un mínimo de conocimiento entre el marasmo de títulos del mercado. Y de ese modo, quien quiera leer de todas maneras un producto pensado para la distracción puede comprarlo en cualquier librería, contribuyendo, por lo menos, a la prosperidad de esas tiendas cuyo presente es tan azaroso como su porvenir.

El autor es escritor