De vez en cuando, tenemos que parar, reflexionar, es decir, volver sobre nuestros pasos, y observar cómo funciona nuestra sociedad y si vamos por el buen camino. Un lugar privilegiado para el diagnóstico son los centros de formación (escuelas, institutos o universidades, por ejemplo). Y la reflexión de muchos docentes es que hay dos grandes barreras que impiden el aprendizaje: la tecno dependencia y la falta de escucha y comprensión de quien discrepa. Ante este panorama, propongo parar las rotativas y enfocarnos en esos dos grandes desafíos. Enfrentar los yonquis de las pantallas y los estímulos, y enfrentar la cerrazón que impide abrirnos al pensar diferente. Y tras haber solventado eso, volver a los currículos y contenidos correspondientes.
En esta línea, este día mundial de la filosofía nos convoca a ampliar nuestros horizontes mentales, a hablar de la actualidad, a diagnosticar la sociedad en que vivimos y a proponer alternativas. Todo ello con un lenguaje sencillo, entendible y a la par profundo. Pues bien, todas esas circunstancias se reúnen en el reciente Premio Princesa de Asturias. Me refiero al filósofo coreano Byung Chul Han.
Es cierto que, como todo filósofo, ha recibido críticas y elogios. Las primeras se centran en un sacrificio de cierto rigor al tratar las fuentes en beneficio de la divulgación. Las segundas ponen de relieve su capacidad de llegar, con mensajes breves y un lenguaje que impacta, al corazón del paradigma actual.
Personalmente, aunque es cierto que recoge de cada pensador al que cita lo que le conviene en su trama argumental, valoro, por un lado, su capacidad de llegar al gran público cual caballo de Troya. Es decir, se infiltra en las formas actuales con mensajes concisos y punzantes para desde dentro criticar el sistema de pensamiento que nos sostiene. Además, este coreano que reside en Alemania y escribe alemán, hace converger el pensar occidental y oriental para ensanchar nuestro pensar-vivir. Y, por otro lado, es también loable resaltar que no solo se queda en la crítica. Esta es un punto de partida sobre el que proponer una alternativa de vida. De hecho, la gran novedad de Han es que en el último año ha virado desde una crítica de nuestra época a una vertiente esperanzadora, espiritual y religiosa. Así, tras una catarata de libritos muy cortos e incisivos diagnosticando y destapando los males que nos acechan, sus dos últimas publicaciones abren una ventana de esperanza y cambio que nos permite respirar.
Pasemos pues a comentar brevemente las dos etapas de su corpus literario. En primer lugar, en su primer momento de crítica, sus temas giran en torno al impacto del turbo capitalismo neoliberal y tecnológico en nuestra comunicación, nuestra fatiga mental, la violencia o la pérdida del otro. El diagnóstico de Han es que vivimos en una sociedad de la transparencia (exhibición superficial constante), del rendimiento, del exceso de prisa, información y consumo. En definitiva, en un mundo en que la aceleración y la tecnología que lo inunda todo, nos hace quedarnos en la superficialidad y la virtualidad de las cosas.
En su obra más leída, La sociedad del cansancio, alerta de que hemos pasado de una “sociedad disciplinaria” de la prohibición y la imposición a una “sociedad del rendimiento” donde la autoexigencia lleva a una autoexplotación. Es lo que llama “psicopolítica”, es decir, lograr que la gente se someta voluntariamente. Ese poder suave es más peligroso porque el sujeto cree que es libre, cuando en realidad está siendo manipulado desde su propia psique. Además, existe una necesidad de exposición permanente. Todo esto debilita el vínculo con los demás, por lo que todo se vuelve muy individual y narcisista. En esa misma línea, critica el exceso de positividad que se traduce en una saturación de estímulos, de comunicación y de la idea de tener éxito. En este sentido, en Infocracia afirma que el constante flujo de datos e información no constrastable, que, además, no podemos asimilar nos crea la ilusión del conocimiento bajo un fondo de desinformación. Esta información sustituye a la narración profunda debilitando los lazos comunitarios y la posibilidad de transformación social.
Todo ello desemboca, por un lado, en patologías como depresión o déficit de atención. En definitiva, en un cansancio que clama parar, reflexionar y no estar siempre en modo productivo. Y, por otro lado, impide profundizar en nuestras relaciones y en nosotros mismos reduciendo nuestra autenticidad y diferencia. Así, habitamos la agonía del amor, ya que no accedemos a la diferencia del otro, expulsamos lo distinto y no accedemos a la hondura vital que nos pone en relación desde nuestras diferencias enriquecedoras.
Tras este recorrido, Han recientemente ha girado su temática sugiriendo alternativas a esta lógica acelerada, superficial, homogeneizadora y virtual. En su libro afirma: “Hemos perdido la esperanza. Pasamos de una crisis a la siguiente, de una catástrofe a la siguiente, de un problema al siguiente. De tantos problemas por resolver y de tanta crisis por gestionar, la vida se ha reducido a una supervivencia. En una situación así, la esperanza… despliega todo un horizonte de sentido capaz de arrimar y alentar a la vida. Ella nos regala el futuro… La esperanza va mucho más allá de aguardar pasivamente y desear. Sus atributos son el entusiasmo y el ímpetu”. Es decir, alienta a abrir puntos de fuga donde la novedad de pensar y vivir de otra manera sea imaginable y posible. Propone pasar del vivir en automático a profundizar en el sentido de la vida y desde ahí, crear nuestra identidad original y tejer relaciones más auténticas.
Finalmente, y en continuidad, su último libro versa sobre Dios, pensando con Simone Weil. En el rescata el valor de la inactividad, el silencio y la contemplación como formas de resistencia frente al paradigma del ritmo acelerado de la vida moderna. Afirma: “En su grado más alto, la atención es lo mismo que la oración. Se requiere de una dimensión contemplativa que no sea voraz ni domine y se imponga a la realidad. Hay que aprender a mirar sin apropiarse, atender a lo que se nos escapa, a lo indisponible, a lo no consumible ni dominable. La oración es retroceder para abrirse a Dios sin perseguir un fin o un deseo, es escucha del silencio divino. Tiene además una dimensión social, ya que la empatía es la atención al otro en la que tú te vacías para ser posada del otro en toda su alteridad. El amor es la mirada del alma que ve lo invisible. Para cultivar la atención es necesario reducir el fortalecimiento del yo y vaciarse. La amistad renuncia a apoderarse del otro y el perdón reconoce la alteridad prescindiendo de las propias expectativas. El espíritu necesita de silencio interior para recibir lo distinto. El arte también nos ayuda a acceder al misterio, manifiesta lo bello y nos acerca al mundo mirado por Dios. Esa obediencia y humildad espiritualiza el arte”.
Puede que las tendencias actuales que se vuelven a lo divino y espiritual, representadas en el aumento de cristianos en la encuesta del CIS (y en otros muchos países occidentales), en la película Domingos, en el efecto Rosalía, o en este mismo giro de Han, respondan a la necesidad que tenemos de parar, de acallar ruidos y apagar pantallas, y sumergirnos en nosotros mismos para desde ahí contemplar el fondo espiritual de la vida que otorga sentido a todo y nos lanza a una comunidad más fraterna y más humana. En definitiva, se trata de dar prioridad a descubrir la profundidad de la vida, ir a lo esencial y abrirnos a la diferencia. Si lo conseguimos, podremos reanudar las rotativas y la vida para transitar otras sendas.
El autor es doctor en Química, profesor de la Universidad de Navarra y graduado en Filosofía por la UNED