Es ya un tópico el repetir que en España la justicia es lenta. No se insinúa, en general, que sea venal o corrupta, pero el sambenito de la lentitud le acompaña normalmente. Así, aparecen en los medios casos que registran demoras de hasta más de una década y que dan origen, incluso a veces, a reducciones de penas por dilaciones indebidas en el tracto procesal.

Sin embargo, a pesar de estos malos antecedentes, nuestros jueces se revelan de repente como admiradores de Marinetti, con resoluciones o sentencias dictadas a velocidad casi supersónica. Podríamos descubrir, quizás, un loable intento de estos discípulos de Ulpiano de ponerse a tono con el país que tiene la mayor red de AVE en el mundo, después de China, o sea España.

Tal es el caso de la reciente decisión del Tribunal Supremo condenando al fiscal general del Estado por violación de secretos. En efecto, no nos acabábamos de recuperar del espectáculo de las pinceladas selectivas del proceso servidas profusamente por las cadenas de televisión, con declaraciones sensacionalistas de presuntos evasores de impuestos y urdidores de facturas falsas y confesores de mentiras, “por mis canas”, ¡olé tu madre!, cuando ¡oh sorpresa!, el tribunal emitía siete días después un veredicto de culpabilidad del fiscal general del Estado. El primero de la saga en sentarse en el banquillo y ser condenado, además.

Sorpresa para muchos por el contenido y también por su inusitada celeridad. ¿Quién habló de lentitud de la justicia española? Y más tratándose de una causa de cierta complejidad, que no llegaba a la del legendario Tribunal de Nuremberg cuyo 80 aniversario conmemoramos, pero que tenía su importancia por su temática, protagonistas y aparente ausencia de pruebas concluyentes.

Se había repetido por parte de la mayoría de los comentaristas ponderados, ya fuesen de derechas o izquierdas, que era un caso muy complejo en el que había indicios discutibles, pero no pruebas claras contra el encausado, testigos que alegaban la inocencia del fiscal pues conocían al culpable, pero no podían señalarlo por impedírselo el deber de protección de las fuentes al tratarse de periodistas. Había aparentemente también cientos de personas que conocían el secreto, pero se evitó por parte de la UCO investigarlos, centrándose solo en un solo presunto culpable.

Sorprende menos el que el tribunal de 7 miembros de la Sala Segunda del Tribunal Supremo se dividiera entre un grupo de cinco por la condena y dos magistradas partidarias de la absolución del fiscal. Lo curioso, a pesar del patrón repetido hasta la saciedad, es que los cinco condenantes hubieran sido propuestos, según los medios, por la oposición al Gobierno, el Partido Popular, y las dos discrepantes lo hubieran sido por el PSOE.

Este detalle va a ser comentado profusamente y abona desgraciadamente la creencia popular de que la justicia española se halla politizada. El hecho de registrarse estas coincidencias o vicios de origen, por ser comunes en muchos países de los llamados democráticos o desarrollados, no elimina ciertamente su gravedad, debilitando, por el contrario, la confianza del ciudadano medio en la imparcialidad de los tribunales.

Merecerá la pena, quizás, reflexionar en algún momento sobre estos achaques o vicios que afligen a la Justicia y a su deseable imparcialidad o independencia: así, ¿es necesario que los jueces y magistrados se agrupen, en una porción no despreciable, en asociaciones con un marcado sesgo ideológico-político? ¿No se puede evitar las propuestas de nombramientos por cuotas de los partidos hegemónicos para integrar el Consejo del Poder Judicial, que, a su vez, nombra a los magistrados para las más altas instancias judiciales? ¿Se debe continuar nombrando por el Gobierno de turno, en los términos actuales, al fiscal general del Estado, comprometiendo su independencia?

Ha sido también hasta hace poco escandaloso el que ya viniera prejuzgado por el Ejecutivo el nombramiento del presidente del CGPJ, a pesar de que en teoría, según ley, éste debiera ser elegido por los propios miembros del Consejo.

Tendremos que explorar en Europa o recibir inspiración de mejores ejemplos de gobierno judicial, pues, como todos sabemos, la primera democracia de la era moderna, los Estados Unidos de América, bajo el actual mandato de Donald Trump, se encamina hacia una especie de autocracia con degradación institucional y desaparición de los míticos Checks and Balances o contrapesos que tanto habíamos admirado en tiempos pretéritos.

Mientras tanto, se puede esperar que el fiscal condenado por el Tribunal Supremo pueda, si lo estima necesario, hacer uso de los recursos existentes en nuestro sistema garantista, bien ante el Tribunal Constitucional o incluso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su caso.

El autor es doctor en Derecho