El mundo como una única forma identitaria de estar dentro del cosmos es algo que niega el filósofo alemán Markus Gabriel. Él prefiere hablar al respecto de universos. Y otros, como hemos podido comprobar recientemente, lo hacen remitiéndonos a aquel más próximo, entrañable y enraizado de lugares. El pianístico concierto a cuatro manos de Maurizio Ferraris con Guido Saracco, sin embargo, parece indicarnos que todo en el ser humano consiste en ser capital tecnológico generador de las diferentes cosmovisiones con las que ha venido contando lo humano desde sus orígenes. Eso sí, matizando entender la capitalización siendo “el recurso fundamental del ser humano como creación de una estructura histórica y social, y por tanto también como fundamento último de la ética, ya que los valores morales, al igual que los venales, solo existen dentro de un sistema”.

Una interesada –en criterio propio– amabilización del monetarista término capital, su lavado de cara para conciliar los extremos supuestamente encontrados de la acción humana sobre la naturaleza, de lo físico con lo ideal, y del régimen de dominante explotación respecto de la libertad. Un oportunismo antropocentrista tal vez real, por presente, pero un tanto fuera de lugar que entiendo, por el contrario, ser más bien fruto del whiteheadiano proceso por el cual –aun en el equívoco– era entendido el progreso como la trascendencia de lo obvio.

Ejemplo de ecofabista unidad de contrarios en el entorno inmediato del ecosistema capitalizador, este de los italianos Ferraris y Saracco, induce a pensar en la ideación de algo así como un social-capitalismo con conciencia del papel fundamental que en la actualidad y el futuro más o menos automatizado habrá de dar lugar a la cogestión del valorativo dato. Más que una cosmofanía (en Berque, como contempláramos, asociada a la aparición del entorno físico y mental, mundo y tierra, paisaje y lugar), una ordofanía que tiene como referente al fenómeno técnico subordinado a una entente jurídico económica. La aparición de este ordo, orden, como en la Edad Media, viene indisolublemente unida a una disposición adecuada de las cosas, esta vez habiendo sido superadas las dinámicas generadas por la nacionalización y su contraria privatización originadas en los sistemas superados de los capitalismos latifundista e industrial.

Cuestiones que tuvieron un precedente cercano en la propuesta ordoliberal precursora, en cierto modo, de la economía social de mercado por la así denominada escuela de Friburgo y convergente con la doctrina social de la Iglesia. (Por cierto, ciudad, esta última, que siempre asociamos con el continental pensamiento heideggeriano con quien, al parecer, también estuvieron enfrentados así como al régimen en el que el filósofo depositara durante un tiempo buena parte de su fe y confianza).

Para los autores italianos Ferraris y Saracco, lo que realmente marca la diferencia respecto del resto de fauna, cuasi filogenéticamente, es la técnica, tal como se diera en los pioneros estudios de André Leroi-Gourhan y Gilbert Simondon, y más actuales de Bernard Stiegler y Yuk Hui. No en vano habrán de argumentar el que, “ser humano no es solo ser organismo, sino ser organismos técnicamente modificados, es decir, organismos educados para convertirse en humanos”. Y de esa instrumentalización habrá de surgir el mecanismo en que consiste la máquina siempre puesta a su servicio para alivio de las rutinarias fatigas fruto de la necesidad. Ámbito de la centralidad conceptual justificadora del imperativo consumo y de su sistémica aplicación.

El antropocentrismo predador de sus tesis, sin obviar que el humano no deja de ser una especie animal más, es más que evidente mostrándose en expresiones como las de: “en el consumo está el origen del espíritu, y ello porque el consumo manifiesta en la vida la urgencia de la muerte”. Porta el consumo creciente esa necesidad instrumental de crear complicados útiles para todo, que son las máquinas, necesitadas de una regulación social, jurídica, económica, filosófica y hasta teologal partícipes de esos Reinos de la Necesidad que el hispano-unidense George Santayana manifestara al afirmar que “en un mundo contingente, la necesidad es una conspiración de accidentes”; y el galo-ruso Lev Shestov constatara en el hecho de que “en un mundo regido por la necesidad, el destino del hombre y el único objetivo de un ser racional es cumplir el deber: la ética autónoma corona la legalidad autónoma del ser”. De ambas cuestiones dice tratar el ordoliberalismo friburgués, la economía social de mercado y la doctrina social de la Iglesia, en su transversalidad, que encuentro estar muy presentes en la trastienda de los autores italianos (aunque el profesor y economista Thomas Baumert matice no estar de acuerdo en que se trate de la misma cosa), buscando desde hace un siglo un nuevo orden para el mundo donde la economía de lo tecnosocial, la justicia a aplicar y la fe depositada en todo ello puedan aparentar contar con la universalidad de un lugar entre los humanos. En este sentido, constatan por ende el que lo que haya de ser ya está siendo y no tiene vuelta atrás.

La ordofanía propuesta viene a homologarse con la aparición de la escritura, el descubrimiento del Nuevo Mundo y la máquina de vapor, en la ampliación de horizontes por encima de los modos tradicionales de producción. Y plantea el desafío, en línea con las preocupaciones de Gabor, de qué hacer con tanto tiempo libre generado por la automatización de los procesos en una población que a día de hoy cuenta ya con ocho mil millones de seres. No obstante todo ello, Ferraris y Saracco plantean desde el desarrollismo alternativo no ir contra el progreso alcanzado, y aún por alcanzar, en esa revolución basada en el consumo siendo facilitada por la máquina, cualquiera sea su condición, en su evolutiva diacronía, puesto que la máquina en sí misma consiste en ser un útil instrumento desterritorializado que sirve, en principio, lo mismo para un espacio, sitio y lugar, culpando al humano del uso que se realice de la misma. Y para ello nos ilustran con dos ejemplos: uno referido al ordinario consumo, siquiera alimentario; y el otro a la excepcionalidad de su utilización en la guerra. Del primero nos dirá una máquina que hace sushi e incluso lo distribuye no tendría sentido alguno se alimentara de él. Del segundo, escriben: “Nunca podré delegar en un robot para que muera en mi lugar, aunque sí para que mate en mí lugar. Una guerra solo de máquinas, sin objetivos humanos, no tendría sentido […], como tampoco tendría sentido una guerra solo de máquinas, sin beneficiarios humanos. No hay guerra que no termine al menos con una muerte, aunque sea ritual […]; y no hay trabajo que no tenga como fin, ya sea cercano y manifiesto […] o remoto y disimulado […] la satisfacción de las necesidades fisiológicas, es decir, la vida de un humano”.

Ahora bien, personalmente, prefiero pensar que el futuro de la humanidad no pasa tan solo, e ineludiblemente, por el atractivo fetichista de esa máquina a la que se atribuye una mundanal ordofanía inspirada en la humana Inteligencia Artificial.

El autor es escritor