El cineasta Luis Buñuel, en Mi último suspiro (su autobiografía), relata lo que ocurrió en Calanda, su localidad natal, durante la guerra civil iniciada en 1936. Contaba entonces con alrededor de cuatro mil habitantes. Al parecer, en la provincia de Teruel había habido ya varias masacres. Ante ello, los notables que detentaban el poder en el pueblo (situado en la zona sublevada) fueron al edificio que hacía de prisión e hicieron una propuesta a los presos “...un conocido anarquista, unos cuantos campesinos socialistas y el único comunista que se conocía en Calanda”, según indica. Esto fue lo que habrían planteado: “Estamos en guerra y no sabemos quién va a ganar. Así que os proponemos un pacto. Os soltamos, y nos comprometemos, unos y otros, todos los habitantes de Calanda, a no ejercer ninguna clase de violencia, cualquiera que sea la suerte de la lucha”. Era una buena propuesta. Añade Buñuel que los presos dieron inmediatamente su acuerdo y fueron puestos en libertad. Pero, “pocos días después, cuando los anarquistas entraron en el pueblo, su primera preocupación fue fusilar a ochenta y dos personas”. Tiempo después, los franquistas volvieron a ocuparla. Para entonces todos los simpatizantes republicanos habían huído ya. Señala: “Sin embargo, de creer a un padre Paúl que, algún tiempo más tarde, vino a visitarme a Nueva York…” un centenar de personas fueron pasadas por las armas. De todas formas, hay que precisar que varios historiadores rebajan mucho esta última cifra proporcionada por Buñuel.
Si alguien intenta conocer lo que ocurrió, esa sucesión de represalias y barbaridades, no es tan fácil obtener información. La página web del Ayuntamiento señala únicamente: “...la Guerra Civil se vive encarnizadamente en Calanda, al igual que en otras zonas del Bajo Aragón”. En cuanto a Wikipedia, al hacer referencia a la historia de la localidad, no dice nada.
En muchos lugares de España hay poca información sobre los peores episodios de la guerra civil, a la que la mayoría del público pueda acceder con facilidad. Han pasado casi noventa años desde que se produjeron los hechos y aún estamos así.
Tras ello se prolongó la dictadura (hasta alcanzar una duración total de 4 décadas), a lo que hay que sumar las 3 décadas de atentados de ETA durante la democracia.
En cualquier pequeño municipio francés hay un monumento con los nombres de los muertos en la primera y en la segunda guerras mundiales y en conflictos posteriores como las guerras de Indochina o Argelia. La interpretación de esos hechos puede ser muy distinta en el seno de la sociedad. Pero es importante tener en la mente esa información.
No se trata de ponerse ahora a construir monumentos en España o en Euskal Herria. Pero sí de que en las páginas web de los ayuntamientos o en internet hubiera una relación de los sucesivos periodos violentos padecidos por cada localidad y (en el caso de que esto sea posible), las víctimas que se produjeron, con sus nombres y apellidos.
Es preciso, porque el futuro no se nos presenta muy halagüeño. Hay factores que incrementarán la agresividad. Basta pensar en la política intencional o en los efectos que padeceremos, cada vez con mayor intensidad, a consecuencia del cambio climático.
Recientemente se ha producido un revuelo en España, al indicarse que una minoría significativa de los jóvenes considera que una dictadura podría ser positiva. Ahí se detecta a dónde conduce la falta de información y de cultura. Hay que estudiar la historia.
El conocimiento de lo que sucedió, de los peores aspectos de nuestro pasado, no es tan solo algo que debamos a las víctimas por humanitarismo. Tiene valor pedagógico. Resulta necesario un relato de los hechos, de forma metódica, cronológicamente ordenados. Para mostrar cómo la violencia genera más violencia. Esto hace necesario también, en la medida de lo posible, rebajar los niveles de agresividad en el seno de nuestras sociedades.